La tragedia ocurrida en días pasados en la zona norte de nuestra ciudad dará de qué hablar por muchos años. Esta deja al desnudo las llagas de nuestra sociedad y hace surgir miles de preguntas que tardarán mucho en recibir respuestas adecuadas y serán objeto de debates interminables.

Hay, sin embargo, una pregunta  que no se puede pasar por alto. ¿Que pasará con  los centros educativos de Villas Agrícolas: Palacio Escolar España, Liceo Manuel A. Tavárez Justo, el Caipi-Inaipi, Escuela Club 12 Juegos, Fundación Abriendo Camino, que suman más de dos mil niños, niñas y adolescentes, casi todos situados en las cercanías de la última cuadra de una zona industrial que ha quedado integrada, a lo largo de los años, en la misma ciudad de Santo Domingo, en el corazón de Villas Agrícolas? ¿A quien se va a desplazar a la empresa o a los centros edicativos?

En esta manzana está ubicado el grupo Diesco, consorcio empresarial que exporta sus productos a más de 25 países del Caribe, América Central y Sudamérica, así como a los Estados Unidos. El grupo maneja, entre otras industrias, Polyplas y Termopac, compañías que utilizan químicos de alto riesgo y tanques de gas para la fabricación de productos plásticos y foam.

Como se sabe, según nuestra legislación, está prohibido establecer este tipo de industrias cerca de una estancia infantil, de colegios y viviendas.

Pero antes de discutir sobre lo que se hace y no se hace en nuestro país, quisiera empezar por lo vivido en la Fundación Abriendo Camino, localizada a una cuadra de Polyplas, al medio día de un miércoles de diciembre, mes definido como el más alegre del año y que, sin embargo, quedará marcado para siempre con el sello de la tragedia en la memoria de todos los habitantes de Villas Agrícolas.

Si se comparan las imágenes apocalípticas de la calle impactada con los daños sufridos por nuestra institución, estos fueron leves; sin lugar a dudas, gracias a la solidez de nuestras instalaciones y a la forma en que se produjo la expansión de las ondas.

Siria Feriel, psicóloga y trabajadora de la Fundación, cuando se dio cuenta que no se trataba de un terremoto, sino de una explosión, gritó: “¡Fernando!¡Fernando!”, corriendo de inmediato hacia la Fábrica, como la gente del barrio llama a Polyplas.

Fernando, su esposo, brigadista en la empresa, estaba en ese momento arriesgando su vida para tratar de salvar sus compañeros de trabajo, algunos de los cuales, desgraciadamente, desaparecieron ese día.

Sin noticias de su marido, vuelta loca, Siria volvió a su lugar de trabajo para participar en la labor de evacuación de los niños. No fue sino horas después que supo que Fernando se había salvado.

Viví personalmente la explosión en una oficina de la tercera planta de nuestra institución junto a Angie Neslin, una ex voluntaria de “Princeton in Latinamerica”.

Cuando ocurrió la detonación, la tomé con cierta “serenidad”, gracias al aviso que Johnny, nuestro encargado de seguridad, había hecho pocos minutos antes, en el sentido de que había un escape de gas por el alcantarillado en la esquina de la calle que provenía, a su vez, “de la Fábrica”.

De modo que la explosión subsecuente fue para mí una suerte de conclusión lógica del anuncio de Johnny. Por eso, en ningún momento pensé, como mucha gente lo hizo, que se trataba de un terremoto.

No obstante “el aviso” de la fuga del gas, la brutalidad de la deflagración causó un impacto emocional muy fuerte entre un personal al final de cuentas desprevenido, algunos de los cuales tenían familiares o amigos de toda la vida  trabajando en el turno de la mañana.

A pesar de la gravedad de la situación, de manera bastante rápida y con ecuanimidad, todo el mundo ocupó su lugar y nuestro equipo -en medio de vidrios rotos- empezó la evacuación.

Cuenta Angie que “niñas de 10 y 11 años consolaban a niños más pequeños; fue sólo después de haber sacado los pequeños que los grandes dejaron ver su propio terror con lágrimas y llantos. Una niña lloraba desconsoladamente, preocupada por su hermanito que estaba en el CAIPI, del otro lado de la calle; en medio del tumulto vino Loren, de 11 años, que vive justo frente al mismo Polyplas, caminando con todo el control del mundo en el medio del desorden, cargando con el pequeño para entregarlo a la hermana. Los actos de solidaridad de estas niñas fueron impactantes para sus compañeros. Llevo una tristeza profunda por lo que ha pasado y quiero saber cuántas empresas de este tipo existen en medio de sectores urbanos en este país, perjudicando la vida de miles de personas que no cuentan con los recursos económicos para enfrentar tales situaciones”.

A los niños y adolescentes bajo nuestra custodia se agregaron de repente los chiquitos del CAIPI cuyo local, por la vecindad con la explosión, estaba mucho más expuesto que nosotros a una segunda explosión.

Facilitadoras con bebés en los brazos cruzaron la calle, para albergarse en nuestras instalaciones un poco más alejadas de la zona de máximo peligro. 

Fue entonces que las cosas se complicaron frente a una avalancha incontrolable de padres, madres, hermanos, abuelos, tíos, muchos de ellos en un estado de desesperación total.

Irrumpieron en nuestro edificio en búsqueda de sus niños. Primero llenaron el patio, pero luego trataron de meterse en todos los pisos y huecos de la institución. Se mezclaron algunos desaprensivos para robar lo que encontraran a su alcance: celulares, mochilas y herramientas de un contratista que, ironía de la vida, estaba mejorando nuestra ruta de emergencia. 

Para Yusleiki, una de nuestras facilitadoras, las imágenes que quedaron grabadas en su mente, como en el caso de la mayoría de nuestros colaboradores, fueron las de los niños pequeños dando gritos y las de una turba con escasa capacidad de discernimiento halando brazos, empujando, sordos a los mandatos, poniendo en riesgo la vida de los demás.

Al mismo niño vinieron a buscarlo el padre que no vive con él, la madre, la abuela, el hermano, el primo contribuyendo a generar cada vez más confusión.

Lo más difícil fue cumplir con el deber de proteger a los niños de la violencia inconsciente e involuntaria de una masa bajo estado de choque y media histérica, en medio del humo negro, de las llamas que salían de la fábrica y del rumor de una segunda explosión.

Frente al tiempo que demoraba la evacuación, la consigna fue de llevar a todos los niños que no habían retirados por sus familiares y quedaban en la Fundación, al parqueo de Plaza Lama, en la avenida Máximo Gómez con Nicolás de Ovando.

Nos fuimos a pie o en carro al punto de encuentro, en medio de gente sin rumbo y asustada que corría en todos los sentidos con piedras, pedazos de concreto y hierros tirados por todas partes en las calles.

Fue gracias a la sangre fría y al profesionalismo de nuestra gente, de las del CAIPI y de las otras escuelas y centros educativos, que la gran mayoría de los niños y adolescentes del sector, salvo unos pocos heridos, salió ilesa de lo que hubiera podido ser una de las mayores tragedias humanas de la historia del país y que deberá marcar un antes y un después en materia de seguridad industrial y de respecto a las leyes.

En la noche, recorriendo los sectores afectados sumergidos en el humo y en una contaminación descomunal que afectará por largo tiempo la salud de los habitantes de esta poblada parcela y, en particular, a los niños, nos encontramos con la madre de Loren.

Esta señora sonriente me pareció un ejemplo de dignidad. Ella agradecía el hecho de estar en vida con toda su familia y reconfortaba su hija que lloraba desconsoladamente la desaparición de su perrita debajo de los escombros de su casa.