El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país”. ( José Martí).
En nuestra sociedad política, que es el Estado, los tres poderes no alcanzan igual legitimidad democrática. No existe en la praxis el sistema de controles, las válvulas de los contrapesos. El Poder Ejecutivo, unos más otros menos de los distintos presidentes, han sido reyes sin coronas, régimen de autoridad monárquica. Es así que se acrecientan el hiperpresidencialismo o el Estado soy yo.
Independientemente de la personalidad del incumbente del Ejecutivo, en nuestra sociedad el diseño corpóreo del Estado está configurado para que el mismo, con las acciones y los niveles de centralización, los lleve a creerse que es insustituible, que sin él el país desaparece, se hunde o retrocede, cuando es parte de la construcción y deconstrucción del sistema que lo conforma. La dinámica de la existencia humana con su complejidad que gravita con sus necesidades, deseos, utopías y esperanzas.
Ese diseño en la construcción del Estado es lo que en diferentes épocas y contextos ha producido los mismos resultados: seres humanos que terminan por olvidar lo que son y terminan en la amnesia de su rol en la historia y de las fuerzas sociales que impulsaron y de los desafíos estructurales que asumieron para transformar la sociedad. Es así que nos encontramos con la bifurcación constante y sistemática de la contradicción permanente, entre ese avance en el crecimiento de la sociedad (infraestructura) y el soporte del conjunto de aparatos jurídicos-políticos (la superestructura). Ello hace que la crisis entre estas dos categorías niegue en la realidad el desarrollo social-institucional.
Si el diseño del Estado está fraguado con esa naturaleza en el cuerpo económico-institucional-social, se desplaza en el armazón de la elite una Vetocracia. La Vetocracia es para Francis Fukuyama: “la capacidad de los grupos minoritarios de bloquear la acción colectiva”. Aquí se dibuja en lo que hizo ODEBRECHT con el Congreso dominicano y en la contrarreforma del 2015 y la potencial del 2019, sin consultar al pueblo, a la sociedad entera.
En la génesis del capitalismo y hasta la segunda mitad del Siglo XX, la simbiosis empresas y Estado no estaban claramente desdibujadas. Todo el proceso de desarrollo fue bestial, como fuente de acumulación de capital. Hoy en el mundo la dinámica es otra desde cualquier visión ideológica que se asuma; empero, la Vetocracia no se sobredimensiona sobre el Estado. El Ejecutivo no es un mero interlocutor de la clase dominante. Se articulan el poder del Estado, la microfísica del poder y los dueños del capital. La manera de conciencia de estos actores es lo que empuja el crecimiento y desarrollo de una sociedad, en todos los planos de las dimensiones que pautan la sociedad toda.
La República Dominicana en su diseño de configuración del Estado, niega la verdadera construcción de un Estado moderno y en consecuencia, impersonal, donde las instituciones son el acantilado de aguas frescas que viabilizan el comportamiento de los actores y la predictibilidad de sus decisiones y acciones. El poder desfigura personalidades o desvela lo que verdaderamente somos. Visibiliza enfermedades, desnuda las trampas internas y los distintos trastornos de personalidad que se pueden incubar y desarrollar en una persona, sobre todo, cuando concentran tanto poder.
Desbordan así la megalotimia, que es “el deseo de ser reconocido como superior”. Ameritamos de un verdadero contrato social o, si se quiere, de un pacto político-social-institucional donde el individuo sea, no importa su poder económico y/o político, una representación angulada en el marco institucional y la megalotimia encuentre su cauce y límites en ella. Allí, donde una posible enfermedad del poder, no encuentre eco en la excepcionalidad del actor, en la sociedad que quiere prolongarse, aun sin discurso ni arraigo de algo especial.
El Congreso, de nuevo, quiere hacer una contrarreforma sin que en ningún caso hayan escuchado a sus representados. En el 2015 hicieron una contrarreforma con el apoyo monolítico del Partido, vía el acuerdo de los 15 puntos. Hoy, la flagelación es mayor en la contrarreforma dado que todas las encuestas están en contra y violan sus estatutos y no cuentan con los votos, lo que implica que de darse, es obvia la falta de legitimidad. No es fruto de un consenso, de acuerdos nacionales ni de debates del porqué de su apología. Reforma significa modificación de un objeto, de un documento, de un libro, de una constitución con el fin de mejorar. Una contrarreforma es la vuelta hacia atrás o la reiteración del estado anterior; en la mayoría de los casos, por imposición, sin tomar en cuenta de la sociedad toda.
La contrarreforma del 2015 y la potencial del 2019 es la expresión más expedita del pobre liderazgo que existe en nuestro país. Un liderazgo de alas cortas, con escasa visión y una ceguera moral inconfesable e inaudita. Un liderazgo que se recrea en la existencia material, en la ambición del poder, que no inspira ideales nobles que confluyan con la historia. Liderazgo de blasón, que desaparecen cuando el poder, y con ello el clientelismo y la corrupción, no están en la bandeja de cerca que le da vida. Es un liderazgo que se acorta con su vida en el mismo instante que su cuerpo se anida en el féretro. Un liderazgo donde las futuras generaciones no encontrarán referencias positivas para asirse en nuevos escalones, en nuevos peldaños desbrozando esta pésima modorra que nos da la prehistoria y nos configura todavía como un país subdesarrollado.
Porque el liderazgo, después de todo, es integridad, es empatía, es la capacidad de escuchar de manera empática, es contar y subliminar el alma en un archipiélago dialógico que concita la participación y la disposición; es fiabilidad, amor y pasión que se cuela en el interés por mejorar todo lo público en vuelos siderales con sus antenas del manto de la moralidad y de la ética.