Soy del “interior” (como suelen calificar los capitalinos a los forasteros rurales). A pesar de ese estigma visito, como abogado, a clientes corporativos en Santo Domingo, circunstancia que me convierte en huésped habitual de los hoteles de la ciudad. En los últimos tres años, con el crecimiento de las ofertas, he sido testigo de la presencia casi invasiva de venezolanos en esos y otros establecimientos.
Hace algunos días, durante mi más reciente hospedaje, se me olvidó colgar el aviso de “no molestar” en la puerta de la habitación. El anuncio, siempre indeseado, no se hizo esperar, importunando así el descanso más reflexivo de mi rutina: el de las siete de la mañana. “¡Housekeeping, housekeeping!”, era la voz recia de una mujer al golpear la puerta. Al no responderle, insistió entonces en español: “Limpieza, limpieza, ¿quiere que le haga la habitación?” ya se oía adentro. “Esta bien, está bien, adelante”, le contesté como para redimir el apuro.
Todavía con el sopor a cuesta miré su rostro: era una mujer menuda de apariencia indígena. “¿Es usted venezolana, señora?”, le pregunté. “Sí, señor”, me contestó gustosa. “¿De qué estado?”, insistí. “De Táchira, pero vivía en Caracas”. Esa respuesta abrió una plática tan grata como la mañana. Mientras hacía arte acrobático con las sábanas, no malgastaba una sola palabra en su relato. Me contó de su odisea y cómo encontró aquí lo que nunca tuvo en Caracas. Lo que más le impresionaba de Santo Domingo era la abundancia de comida y “cosas para comprar” aunque muy caras. Era obvio que respiraba por sus traumas. No recuerdo haber escuchado antes a un extranjero hablar de mi país como un lugar de primer mundo. Esa revelación tan inusitada me produjo un abatimiento desordenado: de nostalgia y de encono; uno por lo que fuimos, otro por lo que perdimos. No obstante, me remedió saber que para esa mujer este era un refugio seguro.
El inesperado cuadro contrasta con una realidad cada vez más cotidiana: gente que abandona el país o hace trámites de residencia en otros acosada por la inseguridad o convencida de que pierde el futuro. Y no hablo de personas socialmente excluidas, sino de gente exitosa que procura otro espacio vital de realización para sus hijos.
Recibo tres curriculum vitae a la semana de jóvenes egresados de las universidades detrás de una colocación casi rogada; callo cuando veo a madres solteras de clase media arrojadas al ruedo de la vida haciendo lo que en condiciones dignas nunca consentirían; comparto con gente multiplicada en varios empleos para atemperar los rigores de la carestía; he visto familias hipotecar sus casas para costear un tratamiento médico, una cirugía o postradas en la impotencia por no saber cómo estirar más sus magros sueldos. Me indigna ver a jóvenes talentosos vagando a su suerte mientras hijos de funcionarios, sin más mérito que la filiación, ostentan los últimos modelos de autos. Como consultor legal he asistido a la venta o liquidación por insolvencia o cesación de pagos de más de veinte empresas medianas y grandes en menos de dos años. En Santiago, de donde soy y vivo, no ha habido en los últimos diez años una inversión empresarial de alta talla que impacte significativamente el empleo. El crecimiento del comercio ha sido motorizado por el desplazamiento de las mismas inversiones capitalinas.
El gobierno central lo ha absorbido todo; es un gigante monstruoso generador de negocios, inversiones, empleo y subsidios. Sus brazos alcanzan a millares de familias. Hay tanta gente viviendo de la administración pública que en la ciudad capital (donde se centralizan sus decisiones presupuestarias) se percibe un artificioso bienestar de consumo erigido sobre una columna de burbujas avivada por el lavado inmobiliario y la corrupción. El resto del país yace en ruina.
La gente hasta por instinto sabe que una sociedad no se desarrolla a expensas de un Estado empleador y negociante, con modelos primitivos de servicios básicos. Que donde no hay castigo al robo público no habrá forma de construir un sistema de justicia fuerte. Que un futuro no se financia con deuda pública ni se construye esperanza con abrazos a viejitas. Que una sociedad aberrantemente desigual es un criadero para la violencia y la delincuencia. Que sobre las bases de este esquema concentrado y arbitrario de poder no habrá una vida institucional propia.
La gente con vocación de trascendencia aspira, sueña, lucha, se supera. Cuando en un lugar no encuentra esas condiciones, entonces huye sin reparar en el costo ni en los desafíos. A la postre, la patria no solo es aquella que nos vio nacer; es también la que retribuye dignamente nuestros esfuerzos y compromisos de vida. Una vez le escribí estas líneas a un amigo que emigró: “Sé que te ha costado sacar ímpetu para dejar tu tierra: 49 años de vida consumidos en este espacio. Escapar dejó de ser elección y hoy es un privilegio en una tierra indómita, enferma y hostil. Vete, que ya nada es igual ni lo será y no hay retornos afortunados cuando la vida se hace tan vil. Tu talento es un bagazo en una sociedad ilustrada por la mediocridad. Le quedas grande. Vete, antes de que una bestia arranque tu vida por una mirada indeseada o vea correr tu sangre en el pavimento por un celular. Seguiré aquí porque todavía me atan raíces de gratitud. Viviré la amarga resistencia que tú abandonas. Hiciste más de lo que esta tierra merece, pero debes saber que tu nombre será pronto olvido en la memoria de la mezquindad. La patria es la que nos siente como sus hijos aunque no nos haya parido. Vete, amigo, vete”.
Al ver salir la señora de la habitación, me quedé pensando en Duarte, fundador de la República, cuando en Caracas bendecía al viento con su último aliento…