Una tarea importante de la crítica de cine de hoy, entendida en su función social y asumida como compromiso cultural, consiste en fomentar e incentivar la educación cinematográfica. Enseñar a ver y a pensar el cine, ese maravilloso y fascinante lenguaje de imágenes en movimiento. Enseñar a ver el cine como arte, como espectáculo y como industria; estudiar la naturaleza del medio, su historia y su evolución; aprender a ver las imágenes en movimiento como fragmentos del mundo, de mundos reales y posibles.
En la era de las culturas visuales, del homo videns, el crítico de cine de hoy no debe eludir esa importante tarea: la educación cinematográfica. No se trata solo de ejercer el criterio en los medios, tradicionales o nuevos. Se trata de enseñar a leer e interpretar las imágenes de un producto llamado “película”, de crear una sensibilidad estética propia de estos tiempos. Esta es una tarea cultural mucho más seria y comprometida que la del simple y esquemático comentario de cine, de tipo informativo o valorativo, que suele hacerse pasar por “crítica”. Y, precisamente, uno de los temas específicos de esta tarea educativa consiste en abordar la relación entre literatura y cinematografía.
Harto se sabe: literatura y cine son prácticas artísticas y creativas distintas. Sin embargo, estas prácticas nunca han dejado de sostener un diálogo intertextual. El cine se ha apropiado gradualmente de aspectos fundamentales de la narrativa y la dramaturgia contemporáneas. Un ejemplo de ello es la tendencia a superar las barreras del tiempo, haciendo coincidir pasado y presente, o realidad e irrealidad, o verdad y fantasía.
Tomar “prestados” temas y argumentos propios de la ficción literaria para filmar películas es una vieja práctica de la cinematografía. Desde siempre el cine se ha valido de la literatura, una de sus fuentes de inspiración, suplidora de temas e historias. Las películas basadas en reconocidas obras literarias -novelas, cuentos, dramas teatrales- forman parte esencial de la historia del cine, que no podría escribirse sin las adaptaciones. Lo novedoso es sólo la frecuencia y el número de ellas.
En los ya lejanos años ochenta, cuando ejercía la crítica de cine en la prensa nacional, recuerdo haber visto un buen número de películas basadas en novelas de autores contemporáneos europeos (Eco, Grass, Greene), norteamericanos (Irving, Styron) y latinoamericanos (Amado, Donoso, Puig, García Márquez, Vargas Llosa). La novedad de entonces era que los escritores hispanoamericanos empezaban a gozar de preferencia entre los cineastas que deseaban llevar sus obras a la pantalla. Las versiones fílmicas no siempre guardaban fidelidad al texto original (tampoco tenían que guardarla), y a menudo arrojaban un resultado de calidad muy desigual.
En los ochenta hubo una “lluvia” de adaptaciones fílmicas. Fue una lluvia copiosa y abundante, pero no siempre refrescante. Hubo adaptaciones brillantes y majestuosas –El tambor de hojalata, del alemán Volker Schloendorff-, modestas y eficaces –La ciudad y los perros, de Francisco J. Lombardi-, meritorias –El nombre de la rosa, del francés Jean Jacques Annaud-; las hubo audaces y con garra –El beso de la mujer araña, del argentino-brasileño Héctor Babenco-, apegadas al texto literario –La cándida Eréndira, del brasileño-mozambicano Ruy Guerra-, insípidas e irrelevantes –El amante de Lady Chatterley, de Just Jaeckin-. Hubo versiones de todo tipo: literales y puristas, creativas, libres y autónomas. Hubo cineastas que obviaron adrede la confrontación directa de la película con su fuente literaria original. Hubo también películas no ochentosas inspiradas en libros sin ser propiamente adaptaciones. Es el caso de Más allá del bien y del mal (1977), de la italiana Liliana Cavani, versión libre de la vida de Nietzsche que toma el título de uno de sus libros más conocidos.
Hoy seguimos viendo un interés marcado de los nuevos cineastas por llevar a la pantalla grande novelas famosas o best-seller mundiales. El caso de Dan Brown es elocuente. Todo lo que publica tiene éxito editorial, y todo lo que vende se quiere llevar a la pantalla grande (El Código da Vinci, Angeles y Demonios). Esta tendencia marcada a realizar versiones fílmicas de textos literarios plantea nuevos problemas a la teoría y la crítica cinematográfica. Y esto así por dos motivos principales. Primero, porque se trata de reconocer y distinguir entre dos lenguajes distintos, dos expresiones autónomas diversas (literatura y cinematografía). Y segundo, por la discusión en torno a la exigencia formal, casi universalmente aceptada, de respetar el espíritu de la obra-fuente y guardar fidelidad al texto adaptado.
Toca ahora a la crítica cinematográfica y a la semiótica del cine abordar desde nuevas perspectivas las relaciones entre cine y literatura, y en particular los problemas típicos de lo que se llama la “adaptación cinematográfica”. Como expresó una vez Umberto Eco: el experto en textos ya se ha ejercitado bastante, ahora hace falta que se ejercite también el experto en imágenes.