El cine es un lenguaje de imágenes en movimiento, una escritura por imágenes. En el discurso fílmico se estructura el mensaje. El filme como totalidad es obra comunicante. El director es el “auteur” del filme, pero el filme –pese a su autoría- no es una creación exclusivamente individual sino una empresa colectiva, resultado de un trabajo en equipo. El cine, la película, es un signo: un hecho semiológico.
La lectura crítica de un filme es la lectura de ese signo. Es, en primer término, un encuentro personal con el autor, con su lenguaje, su estilo, su estética y su visión del mundo. La lectura del crítico se convierte en tarea técnica y compromiso cultural. El análisis de la obra fílmica debe penetrarla y adherirse a ella. El relato cinematográfico no oculta al narrador, antes bien lo des-oculta, lo revela. Más que una obra con un argumento, que desarrolla determinado tema en torno a un asunto, el filme es la obra de un autor que se expresa en sus imágenes. El director-autor se realiza en las imágenes de su filme, que constituye un universo propio e intransferible. Y ahí radica su sensibilidad y su intencionalidad.
Que el cine esté hoy en profunda crisis es algo que muchos empiezan a temer, algunos se resisten a aceptar y pocos se atreven a dudar. Es obvio: los amantes, los fanáticos y los adeptos incondicionales se niegan a aceptarlo. Pero lo hacen más por razones del corazón que por uso de razón: por su inmenso amor al cine. Creo que esta crisis tiene muchas manifestaciones y se traduce en falta de imaginación y sequía creativa. Curiosamente, ya en 1932, cuando aún podía ver películas, Borges escribía sobre la “decadencia mundial del cinematógrafo” (¡). Y en 1955, en un texto titulado “El cine de vanguardia”, recogido en el volumen de ensayos Informes, Peter Weiss hablaba de la “esterilidad que hoy día, con pocas excepciones, nos abruma en todas las salas”.
Esta crisis no se debe a la muerte de los maestros del celuloide. Todo arte siempre ha sobrevivido a la desaparición física de sus maestros. Es cierto que ya no nos quedan los grandes cineastas del pasado. Todos, o casi todos, se han marchado (los dos últimos, Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni, fallecieron el mismo día del año 2007) y les sobreviven sus epígonos y algunos directores muy buenos, que han ido y venido todo el tiempo. Por ahí andan todavía algunos maestros: Martin Scorsese, Ridley Scott, Bertrand Tavernier, Giuseppe Tornatore… También es cierto que aún se hacen películas buenas y hasta muy buenas. Pero nada de esto define una época, ni un estilo, ni un movimiento.
Scorsese y Scott han declarado triste y lapidariamente: el cine ha muerto. El cine ya no existe. Discrepando de ambos, Tavernier ha comentado: “Desde 1920 se viene diciendo que el cine ha muerto…¡Y sigue vivo!”. En realidad, lo que quieren decir con ello es: su cine ha muerto, el cine que ellos aprendieron a ver y a amar, el cine que ellos hicieron, ya no existe. No ha muerto el cine, sino un concepto, un tipo de cine que durante años animó a tantos creadores y enriqueció al Séptimo Arte. Murió vencido por la tecnología, por la sobredependencia de la tecnología, intensamente usada y abusada: por los gadgets, por ese cine de artilugio, de aparatos y artificios, y de excesivo uso de efectos especiales.
Hoy, transcurridos las primeras dos décadas del nuevo siglo-milenio, vivimos la eclosión de la imagen digital. Todos vivimos, gozamos y sufrimos los cambios, las mutaciones de esta nueva era, todos, en nuestra condición de súbditos glocales del imperio de lo tecnológico-digital.
Me atrevo a aventurar una hipótesis no del todo insensata: frente a la crisis de creatividad que, con honrosas excepciones, sacude desde hace años al cine mundial (y, de modo particular, pero no exclusivo, a Hollywood), la literatura es un auxilio, un recurso útil a mano, una buena aliada en tiempos de sequía. Tal vez podría ser el antídoto a la crisis. Opino que se debe recurrir a ella para renovar un repertorio temático y argumental virtualmente agotado. La narrativa clásica y moderna sigue proporcionando al cine temas y argumentos capaces de enriquecer sus perspectivas. En la literatura, el cine puede volver a hallar un medio de supervivencia, un punto de apoyo para no sucumbir del todo, una fuente de inspiración para renovarse y reinventarse. A fin de cuentas, existe una vieja relación simbiótica entre ambas artes.
Pero si el cine ha muerto, como declara el juicio sepulturero de Scorsese y Scott, la crítica de cine también ha muerto con él.