Uno de los problemas más acuciantes del proceso de vacunación a nivel global es la resistencia de muchos segmentos de la población a vacunarse.
Como señala Heidi Larson, antropóloga y experta en comunicación sobre inmunización, en su libro Stuck, How Vaccine Rumors Start–and Why They Don’t Go Away, los procesos de vacunación rozan una línea tensa entre la elección personal y la salud pública. En el contexto de una pandemia, se agudiza la tensión entre el derecho individual y la solidaridad; entre la libertad personal y la seguridad.
Las políticas de confinamiento intrínsecas a los estados de excepción refuerzan la sensación de que los Estados pretenden coaccionar a la ciudadanía y que a esta se le imponen decisiones políticas violatorias del principio de autonomía característico de una sociedad democrática moderna.
Si la referida situación ocurre en países con una arraigada historia de prácticas autoritarias, lo más natural es que emerga una sensación de desconfianza y resistencia hacia las campañas oficiales de vacunación.
A ello se suma el modo en que se diseñan e implementan las referidas campañas. Usualmente, estos procesos son concebidos, discutidos y administrados por expertos en salud, con el conocimiento científico de las variables clínicas del problema, pero con una carencia de sensibilidad y de comprensión sobre las experiencias sociales de los agentes sociales involucrados en la situación problemática.
Se trata de una concepción paternalista de las políticas públicas que constituye un agravio a la dignidad de las personas. El texto de Larson muestra casos históricos en que esta situación genera resistencias emocionales a los procesos de vacunación, provocando boicoteos y cuestionamientos aparentemente epistémicos.
Los procesos de emergencia, como los actuales, requieren de una actitud de escucha, una disposición hacia la comprensión de los significados producidos por los otros, por sus relatos y temores; por sus prejuicios y tradiciones.