Dicen que la mía, es la generación de la nostalgia. Que nosotros, los nacidos en los años 80, constantemente rememoramos una época en la que las cosas no eran como ahora. Nací en marzo de 1980, en pleno gobierno de Don Antonio Guzmán, en tiempos en que se andaba muy lejos de jugar con aparatos electrónicos y que la diversión era tan sana que obligaba a estrechar vínculos sociales de los que nacieron grandes amistades que aún conservo y que atesoro con amor especial. Quizás porque compartimos esa misma nostalgia por los tiempos buenos y porque hemos sido testigos de la transición entre aquellos tiempos y los de ahora.

Ya los muchachos no juegan en la calle, la vecina no les incauta la pelota si por accidente pica en la marquesina o le arruina el rosal de la galería; los de ahora no saben de pelarse las rodillas, sacudirse y seguir jugando al “topao” o “el loco paralizao” y mucho menos “flores y conventos” o “las cortinas del palacio”. Hoy la misma realidad de la actualidad, los ha obligado a casi enemistarse con las actividades del barrio y los cuentos en la acera bajo los kilométricos apagones que azotaban en esos años.

Y no creo que sea motivo de reproche el hecho de que uno viva echando mano a la nostalgia y añorando aquellos años. Por el contrario, pienso que es una dicha haber tenido la oportunidad de vivir una época tan distinta a esta y aún en estos tiempos sentirnos tan jóvenes de espíritu como en aquellos años.

Sin embargo, apartada de esa nostalgia ochentera que nos caracteriza, mis más valiosos recuerdos, los que atesoro con recelo, todos tienen que ver de una u otra forma con tiempo de calidad con mis padres.

Cuando pienso en cosas buenas, de esas que me alegran el alma, que le dan un sentido único a la vida y que le crean una sensación de confort al corazón, en todos esos recuerdos estoy cerca de mis papás, de mi familia, de mi gente y de mis amigos de infancia. Recuerdo como ahora, no pasaba yo de 8 años, una vez que mis papás me fueron a recoger a la salida de la escuela para en medio de la semana escaparnos a la playa a disfrutar una tarde en familia. Imaginen la felicidad de un muchacho al que sorprenden con aquella aventura improvisada.

De mis momentos Premium en la memoria, recuerdo a mi papá en Playa Dorada deleitándonos con un famoso acto de magia en el que “misteriosamente” aparecían uvas de playa en sus manos. A la cara de asombro de mi mamá que se unía al clan como una niña más, es imposible ponerle precio. Y debo confesar, que a mis 36 años, mi mamá y yo aún no hemos sido capaces de descifrar aquel misterio, con el que hoy en día el viejo ya asombra a sus nietos.

Imposible que no se me ilumine el rostro y se me escape una sonrisa cada vez que recuerdo las vacaciones en Puerto Plata y los paseos en la cama del camión de mi tío Nelson, que al llegar a la playa activaba la palanca que levantaba la parte trasera del vehículo y nos deslizaba como trampolín hasta la arena. Algo tan bobo se convertía en el propósito de aquella aventura y una historia más para contar cuando regresábamos a la ciudad.

De aquellas memorias, creo que lo más valioso es que se vivieron en tiempos difíciles, en los que mis papás no gozaban de la estabilidad económica que modestamente han forjado y en medio de una situación política que obligaba a mi papá muchas veces a ausentarse y a mi mamá a sacar el mismo valor y temple que la ha caracterizado, por lo que para mí, esos recuerdos valen oro. Por el esfuerzo y por la voluntad que ellos empeñaron en regalárnoslos.

Los viajes en carretera, las excursiones a conocer una parte distinta de la isla, la lucha libre de los domingos en casa, las comidas todos juntos en la mesa con las noticias en la radio de fondo, el cerdo asado en el patio de abuelo Jorge, los 5 pesos “para el camino” que nos regalaba abuelo Joaquín en las visitas a Nagua, el rosal de mi abuela Lala, el moro de habichuelas negras de Banía. Todo lo que me hace feliz recordar no se compra en las jugueterías ni se pide por internet.

De ahí, que mi única resolución ande muy distante de deshacerme de las libras de más que me ha regalado la vida; tampoco de cambiar el carro o ahorrar para la anhelada cirugía estética; el viaje a Paris o a Santorini no es la meta. Este año que empieza hoy, me comprometo en estas líneas regalarles a mis hijos, a mi familia, a mis amigos, a mi gente momentos felices y recuerdos para atesorar. Tiempo de calidad y en cantidad, para que con los años la vida de mis hijos, especialmente, le vaya cobrando el mismo sentido único e incalculable que sólo conceden los tiempos felices.

Y con esto, motivarlos a ustedes a que me sigan los pasos y construyan con los suyos, lo mismo que hoy me han permitido contarles. Feliz año 2017!