Nueva York.-“No me gusta dar malas noticias”.

Era mi hermano Jaime al teléfono. 

“Pero alguien debe decírtelo”, añadió.

“Aaron se suicidó anoche, dicen que fue una sobredosis intencional.”     

Hermano de mi hija menor, Aaron fue internado varias veces en un siquiátrico para evitar esto. Dejó un inmenso vacío lleno de preguntas sin respuestas, ¿le amamos lo suficiente, o nunca nos amó?

Estaba en Juan Dolio y debía viajar a Michigan, mis hijas estaban solas con la madre de Aaron.

Me refugié en la profunda, inteligente, hermosa, reflexiva y aterciopelada prosa de Marguerite Yourcenar, de un tirón, leí su novela “Mishima o la visión del vacío”.

En su breve e intenso tratado novelado de sicología forense, e investigación antropológica, histórico-literaria, Yourcenar narra el fin del laureado novelista japonés Yukio Mishima.

Atrapado en el agujero negro de la depresión, emboscado por múltiples demonios, ahogado en una angustia existencial y metafísica insondable, Mishima escribió:

“…La vida humana es breve, pero quisiera vivir siempre…”.

Tomó una espada, se abrió el vientre, después un amigo lo decapitó, fue un suicidio ritual.

Todo se hizo claro.

Ahora, 16 años después, con los suicidios de Kate Spade y Anthony Bourdain, brotaron aquellos recuerdos.

Quise escapar, y llamé a una amiga muy querida, ella me confesó que tenía varios días planeando sucidarse.

Sufrimos una silenciosa epidemia de suicidios.

Anualmente se suicidan 45 mil estadounidenses,  65 mil mueren por sobre dósis de opioides. Duplican los 55 mil muertos en Vietnam.

Escapando de sus vidas, a unos les va peor que a otros, a nadie le va bien.

Mi amiga entendió que muchos de nosotros la amamos, que ella es nuestra sal y pimienta, nuestra alegría y nuestro orgullo, que suicidándose nos impondría  una existencia miserable como cadena perpetua.

Las palabras siempre pueden llenar esa visión del vacío.