La República Dominicana demanda actualmente que los ciudadanos, las instituciones y los funcionarios que conducen la nación, se dispongan con determinación, a pensar y a actuar a favor de un presente y un futuro más promisorio para todos. Cada uno de estos sujetos ha de revisar sus opciones y establecer prioridades que pongan por delante la consolidación de las instituciones, la aplicación transparente y efectiva de las leyes y, sobre todo, el fortalecimiento de la conciencia ciudadana con respecto al valor conceptual y práctico de la honestidad y del respeto a los bienes públicos y privados. Se impone, además, que cada uno de estos actores le ponga punto final a su andadura unilateral y parcializada. Se requiere una postura unificada de fuerzas, de intereses y de propósitos. Esta forma de actuar posibilitará que los compromisos se asuman colectivamente y se realice una acción articulada. El horizonte de esta acción ha de ser la mejora progresiva de la sociedad dominicana. Para avanzar hasta este estadio, hemos de tener claro que los esfuerzos de afianzamiento de los valores, principios y finalidades de la nación dominicana dependen de todos sus ciudadanos y no de fuerzas externas. Estas fuerzas externas pueden contribuir, pero no sustituyen la responsabilidad y el trabajo que tenemos que desplegar los dominicanos para alcanzar la madurez y el desarrollo que requiere el país.

Para hacer realidad los procesos de desarrollo y de lucidez ciudadana e institucional que necesita el país, es preciso replantear aspectos que son fundamentales para que la sociedad transforme la experiencia de desconfianza, de indefensión y del irrespeto a las leyes y a las instituciones. Esta cultura de banalización de las leyes y de las instituciones es lo que les sirve de soporte a personas, a empresas y a líderes educativos y políticos para pulverizar la esperanza de comunidades y de personas a las que hoy día les cuesta pensar que es posible vivir, crecer y morir en la República Dominicana. Observemos el aumento de las embarcaciones que de nuevo intentan desafiar el Canal de La Mona para buscar otros espacios. Escuchemos el grito de los jóvenes por la carencia de trabajo decente y de oportunidades para una formación consistente y de calidad. Veamos y escuchemos la alarma de los jubilados y pensionados por la recepción de un aporte económico que les deja inalcanzables la medicina, la alimentación y el ocio; es una situación que los aproxima, cada vez más, a los eventos funerarios. Peor es el caso de las madres solteras y de los profesores contratados; simplemente, no cuentan, forman parte de los escombros humanos.

El desaliento se incrementa cuando se vive la experiencia de Polyplas y de otras empresas nacionales o extranjeras radicadas en suelo dominicano que operan como si esta tierra fuera una de sus granjas. Por todo esto y más, todos tenemos una tarea obligada: la reconstrucción de la esperanza de todos los dominicanos y de los que no lo son pero comparten la vida cotidiana y los acontecimientos extraordinarios con nosotros. La esperanza en un don para los creyentes y una conquista para los que no lo son. Creyentes y agnósticos hemos de unir fuerzas para trabajar juntos y devolverles la esperanza a todos aquellos que si no la han perdido, están a punto de dejarla extinguir.

La reconstrucción de la esperanza pasa por un proceso de educación de la mirada y de las actitudes para reconocer los derechos y responsabilidades de las personas. Pasa por un ejercicio de libertad para cuestionar y proponer; para actuar y comprometerse. Como plantea Pedro Poveda Castroverde, Pedagogo y Humanista español, aquí todos hemos de cooperar, nadie es comparsa. La esperanza es necesaria para activar las capacidades de los sujetos y de las instituciones; y para robustecer las motivaciones e incentivar la creatividad en tiempos difíciles. La esperanza es, además, una prioridad para afirmar el sentido humano y trascendente de las personas. En suma, la esperanza es una necesidad y como tal hemos de afrontarla y vigorizarla. Para ello hemos de aprender a trabajar y a construir desde las diferencias. Por todo esto no debemos dejar que la esperanza de las personas se debilite o se pierda. En el lugar o espacio donde estemos, trabajemos para rehacer la cultura de la esperanza consciente y proactiva. Para llevar a cabo esta tarea, la República dominicana requiere un sistema educativo más preocupado por la articulación de los contenidos conceptuales con las necesidades de los contextos personales, institucionales y sociales. No olvidemos que la reconstrucción de la esperanza es una tarea obligada para todos, hoy y siempre.