La nuestra es una sociedad cosificada. Una sociedad donde los sectores dominantes en su estrategia de dominación ideológica lo banalizan todo, no importa el grado de importancia del hecho ni el daño tan terrible que produce lo dicho en el campo político, material, social y ético-moral. El proceso de degradación lo reduce todo. La configuración de la constelación ideológica, en su hegemonía, convierte todo lo que le es adverso en una cortedad de exclusión.

Es un alineamiento total, bosquejado y construido en un esquema de unificación, patentizado en un nosotros y ustedes. Es la pauta de un péndulo que se mueve en los extremos, simulando y sublimizando lo que queremos y lo que no somos. Es una verdadera transmutación que se esparce en todo el tejido de la cultura política y social. Una rémora diseñada y disecada para la esencia en la apariencia y viceversa, sin que exista el contenido de lo que asienta para bien de la sociedad.

La moralidad y la ejemplaridad no importan, empero, hay que exhibirla en el telón abierto del teatro. La presencia de una mala ejemplaridad pública indica el signo de la decadencia de una sociedad y en consecuencia, la ausencia de referentes obstaculiza el andamiaje necesario de la legitimización para generar con sobredeterminación permanente el poder blando, el poder de la persuasión a través de la praxis, más que el discurso.

Se achica todo el entramado del sistema dado el anquilosamiento de los actores y del peso de los mismos. El poder fáctico que los crea no logra despertar con los monstruos que dibujaron. Y, más. Ese mismo poder no entiende que esos actores políticos pueden ser el germen de su propia destrucción y que ellos ya jugaron su papel, sin evaluación ni acomodamiento. No pueden desbloquearse ni desdibujarse ni recrearse de nuevo. Su patente de creación es uniforme, sin cambio. Para ellos todo cambio es peor aunque la sociedad se pierda.

Por eso, en esta sociedad cosificada se cambian y hacen leyes y nada. No pretenden cambiar los usos, cambiar las mentes, pues en su individualismo sofisticado articulan discursos que no guardan relación con lo que hacen. La retórica, de tanto repetirse, se hace añeja. Se hacen predecibles sus gestos y los encantos se pierden en una bruma espesa que no logra dibujarse por completo. Lo cierto es que todo lo han convertido en un mercantilismo plutocrático.

Ese poder plutocrático anula cualquier proyecto de nación y sobredimensiona solo el poder por el poder, que no logra articular la sociedad en un espacio de legitimización con inclusión. No existe, en consecuencia, ningún sentido institucional que lo galvanice; no piensan en los elementos cohesionadores que hacen falta para que nos vertebremos social y políticamente como país.

Nada. Han perdido toda la naturaleza simbólica de lo que fueron y han construido. Toda la problemática de la reputación se ha deslizado en fango estrepitoso del badén. Alardean, gritan y exigen respeto por lo que fueron, por su “jerarquía”. La opacidad de sus acciones los ha sepultado en el carro de la historia. Los vientos ambicionados trajeron esos lodos. La nimiedad es la defensa y el gesto del respeto es la exigencia de un exiguo espacio que ya no existe.

La sociedad dominicana atrapada en su cosificación conspicua, produce fallo multiorgánico que la desdobla y desdice de la necesidad de un proyecto de nación; de un proyecto colectivo que recree un futuro más halagüeño. Hay una falla de la gobernanza que empieza en una fuerte debilidad institucional, que comienza por la inobservancia de las normas, de las leyes y se hace visible en la ausencia de transparencia, en la corrupción, en los fraudes, en la evasión, en la elusión. En la riada de creencia sempiterna “de ser alguien” para no cumplir con nada y hacer de todo.

En esta sociedad cosificada se cierra la brecha del poder blando, que al decir de Joseph Nye es “la capacidad de producir resultados a través de la atracción y no de la coerción”. Una parte significativa de los actores políticos ya no generan nada de ilusión. Nada de sueños. Nada de esperanza.

Frente a ese horizonte inmediato, el preludio es una fuente colectiva de depresión, de un estrés social que nos anula la necesaria creatividad e innovación que ameritamos como sociedad. Rupturar esta sociedad cosificada donde todo se trivializa es asumir una nueva corriente de compromiso, que vertebre la solidaridad y construya nuevos espacios de cohesión social que gravite en la vida social

Requerimos desdibujar esa cultura del “ombligo”, esa cultura  del acuario que nos hace “más fuertes” en una dinámica desarticulada de debilidad. Es hora de dejar atrás la connivencia de la complicidad y de la hipocresía social, que como diría un reconocido conferencista “desconocer la verdad me hace esclavo de la ignorancia”; agregando nosotros, también de la mentira y de la ignominia.