AQUISGRÁN – La Administración Trump sigue obcecada en echar por tierra los grandes consensos a nivel internacional. La lista de desplantes empieza a ser exasperantemente larga: el anuncio de la futura retirada del Acuerdo de París, el inminente traslado de la embajada estadounidense a Jerusalén, la “guerra comercial” contra China y otros Estados y, ahora, la violación del acuerdo nuclear con Irán (JCPOA).
La decisión de Trump sobre Irán convertirá a Estados Unidos en el único país que habrá incumplido el JCPOA, un acuerdo respaldado por una resolución unánime del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Las empresas y entidades financieras de países que han estado a la altura de sus compromisos podrían verse afectadas, en virtud de sus negocios legítimos con Irán, por la reimposición de sanciones nucleares estadounidenses. En otras palabras, el Estado que se retracta de su palabra pretende castigar a los que la mantienen. A todas luces, esta circunstancia es absolutamente inaceptable.
Como consecuencia, el JCPOA quedará en una situación delicada, pero ni mucho menos insalvable. Hay que celebrar que Europa, Irán, China y Rusia ya hayan manifestado su voluntad de preservar el acuerdo. En este sentido, la Unión Europea tiene una responsabilidad mayúscula, habiendo emprendido las negociaciones con Irán hace quince años. Las relaciones transatlánticas deben seguir siendo una prioridad, pero también debe serlo el defender el multilateralismo —y sus muchos logros— de ataques totalmente injustificables. Y más cuando estos no provienen ya del America first, sino del Trump first.
Para colmo de males, el anuncio de Trump sobre el JCPOA se ha producido en unas semanas particularmente sensibles en el panorama internacional, con infinidad de frentes abiertos. Uno de los más destacados es el de la península coreana, que está siendo escenario de acontecimientos de importancia capital relacionados asimismo con la proliferación nuclear. Afortunadamente, estos acontecimientos han adquirido un cariz más constructivo que en el caso iraní, aunque las incoherencias de la Administración Trump amenazan con extinguir los pequeños rayos de esperanza que asoman entre los nubarrones.
Hace quince días, el presidente surcoreano Moon Jae-in y el líder supremo norcoreano Kim Jong-un protagonizaron una cumbre plagada de simbolismo: desde que la guerra de Corea quedó congelada en 1953, ningún líder de Corea del Norte había pisado suelo surcoreano. La desnuclearización de la península estaba en la agenda de la cumbre y, aunque sigue siendo una posibilidad remota, cualquier paso encaminado a rebajar la tensión debe ser bienvenido. Los dos mandatarios también contemplaron formalizar un acuerdo de paz que reemplazaría al armisticio vigente y pondría fin de una vez por todas a la guerra de Corea.
La reunión entre Moon y Kim será el preludio de otra cumbre de extraordinaria relevancia. Y es que, el 12 de junio, Kim se reunirá nada menos que con el presidente Trump. Esta supondrá la primera cumbre al máximo nivel entre Corea del Norte y Estados Unidos en toda la historia, algo que parecía una quimera hace pocos meses. Recordemos que Kim y Trump no se dieron la más cordial de las bienvenidas al año 2018: en su enésimo cruce de declaraciones, Trump —fiel a su estilo— llegó a jactarse del tamaño de su “botón nuclear”.
Sin duda, es una magnífica noticia que Estados Unidos apueste por la diplomacia para gestionar la amenaza nuclear norcoreana. Lo que resulta desconcertante es que, simultáneamente, Trump tome el rumbo opuesto en otra parte del mundo, al desmarcarse de un rotundo éxito diplomático como es el JCPOA. Con esta esperpéntica decisión, Estados Unidos ha comprometido su credibilidad justo antes de enfrentarse a unas complicadas negociaciones con Pyongyang, ya de por sí condicionadas por el hecho de que Corea del Norte dispone —a diferencia de Irán— de armamento nuclear.
Trump es muy proclive a expresarse en términos de intereses nacionales, de soberanía, de capacidades militares y de supremacía económica. Sin embargo, su fijación con Irán tiene poco que ver con la realpolitik. Más bien, lo que esta fijación denota es un rechazo sistemático a los grandes acuerdos internacionales de la era Obama, así como un respaldo sin apenas fisuras a los aliados estadounidenses en Oriente Próximo. Por encima de todos ellos sobresalen Arabia Saudí e Israel, los dos primeros países que Trump visitó en calidad de presidente.
Nótense los contrastes. Menos de dos meses antes de que Trump se pronunciase sobre el JCPOA, el príncipe heredero saudí Mohámed bin Salmán devolvió la visita al presidente estadounidense en Washington, en el marco de un viaje de dos semanas por Estados Unidos. Al reunirse con Bin Salmán, Trump saldó la espinosa cuestión de la guerra de Yemen limitándose a poner el foco en el apoyo iraní a los rebeldes hutíes. A este respecto, la Administración Trump no ha hecho otra cosa que avivar la contienda a distancia que mantienen Riad y Teherán, en vez de tomar la iniciativa diplomática en Yemen para tratar de frenar el deterioro de la estabilidad regional.
En cuanto a Israel, el día 14 de este intenso mes de mayo la embajada de Estados Unidos se trasladará oficialmente de Tel Aviv a Jerusalén. Si el anuncio del traslado ya generó gran malestar en el mundo musulmán (aunque resultó revelador que Irán protestara más enérgicamente que Arabia Saudí), el que se produzca el día del 70 aniversario de la declaración de independencia israelí ahondará en la controversia. Justo un día después, los palestinos conmemoran la Nakba (o “catástrofe”); esto es, los desplazamientos masivos de población palestina que tuvieron lugar a raíz del establecimiento del Estado de Israel.
Por supuesto, las alianzas que mantiene Estados Unidos con Arabia Saudí y con Israel no son nuevas, pero Trump ha abandonado el enfoque más mesurado que adoptó su predecesor, y con ello se arriesga a abrir la caja de pandora. Los sectores más intransigentes de ambos países se han envalentonado —como demostró recientemente el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu en su extravagante intento de desacreditar al JCPOA— y exactamente lo mismo está ocurriendo en Irán. Este peligroso cóctel puede estallar en Siria, donde todas las potencias regionales están implicadas. De hecho, en Siria se han desencadenado ya choques militares directos entre Israel e Irán.
La violación estadounidense del JCPOA alimentará la actual espiral de confrontación en Oriente Próximo y dificultará enormemente los avances con Corea del Norte. Esto podría tener gravísimas implicaciones en lo que se refiere a la proliferación nuclear, un deplorable capítulo de nuestra historia que se resiste a cerrarse. Esperemos ser capaces de limitar los daños y que, al menos, las imprudencias de Trump y de algunos de sus aliados nos lleven a reivindicar los beneficios del multilateralismo con mayor convencimiento si cabe.
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