Los tiempos mundiales, regionales y locales son convulsos y preocupantes. Vivimos períodos marcados por la incertidumbre y por una cultura líquida. Estos rasgos evidencian un ambiente globalizado de inseguridad, de inestabilidad y de búsqueda incesante del bienestar y de la paz. Esta situación constituye un desafío para las naciones y para las personas. Es una realidad que requiere un nuevo orden social, y, por tanto, estructuras políticas y económicas más inclusivas, democráticas y justas. Para avanzar en esta dirección, hemos de flexibilizar la mirada, hemos de eliminar ataduras del pensamiento y de la voluntad. Además, para cumplir con este compromiso necesitamos establecer alianzas, derribar fronteras y construir comunidades de profesionales, de trabajadores, de familias y de instituciones, que piensen y actúen en su país para contribuir a la solución de los problemas. En este contexto, la sociedad de cada nación ha de formar a sus ciudadanos para que sean capaces de de mirar más allá de su propio territorio, más allá de sus propias fronteras.

Ha llegado el momento de formar ciudadanos del mundo, una ciudadanía que no restringe su mirada y su acción al círculo más inmediato y se compromete con el arraigo de la paz y de la justicia en ámbito universal. Una justicia que alcance para todos y un desarrollo que, también, sea más equitativo. Apuntar en esta dirección requiere la puesta en ejecución de estructuras políticas, sociales y educativas que crean en la necesidad e importancia de un proyecto más global que beneficie a todos. En este sentido, es necesaria una propuesta curricular que incorpore los problemas contextuales, los problemas que afectan a las personas. Formar para una ciudadanía mundial, global, requiere, además, una educación pensada para generar cambios estructurales; una educación que forma el pensamiento crítico; que potencia la libertad personal y colectiva. Una educación que, en primer lugar, opta por la persona integralmente.

Los problemas que afectan al mundo en que vivimos no son particulares, son colectivos. Por ello hemos de escudriñar la realidad mundial para identificar aquellos problemas comunes que podemos transformar en oportunidades para el buen vivir en derechos compartidos, en responsabilidades distribuidas y asumidas.

La República Dominicana ha de insertarse en los esfuerzos que realizan otros países, para que los problemas del mundo sean conocidos y asumidos por sus ciudadanos. Pero para avanzar en este sentido, tenemos que dar un giro de trescientos sesenta grados. Esto no es imposible, basta con que tomemos la determinada determinación de hacerlo. Para ello es necesario creer que es válido e importante pensar y actuar a favor de causas globales y no sólo locales. Basta con que nos asumamos como actores de transformaciones que son vitales para toda la humanidad. Nos fortalecemos más si damos algunos pasos y adquirimos una mentalidad menos localista, menos isleña. ¡Atención! Con esto no avalo la indiferencia hacia el propio territorio. Creo que la base de un compromiso más global descansa en la identificación y en la responsabilidad que tengamos en la búsqueda de solución a los problemas en nuestro propio país. La mirada al mundo ha de ser sostenida y en perspectiva de cambio. Una mutación que ha de preparar para una convivencia universal que acoge a todos y que reconoce iguales derechos e igual dignidad para las personas y para los colectivos. Articulemos mirada y acción para el cambio personal y social que a su vez posibilite una nueva organización mundial que impacte positivamente, el ámbito regional y el ámbito local.