La sociedad dominicana ha vivido días de indignación y frustración en las últimas dos semanas. El estado emocional generado por estos dos sentimientos dejan a los ciudadanos en total indefensión, situación que preocupa y abruma. Este caos humano lo ha provocado, de nuevo, el sistema judicial de la República Dominicana. Los actos de corrupción, de impunidad y de connivencia con prácticas lejanas de la ética y la moral, forman parte de la cultura del sistema judicial que tenemos. Los hechos relacionados con feminicidios, con las drogas y con los derechos de los más vulnerables, no tienen espacio ni tiempo en el sistema judicial. Son innumerables los casos que testifican la incapacidad del sistema judicial dominicano para respetar y hacer cumplir las leyes de su propio campo. Nos estamos alejando cada vez más de un Estado de derechos; nos acercamos con celeridad a un Estado inerte para la defensa de la colectividad y, especialmente, para la defensa de la vida. Ni hombres ni mujeres estamos seguros ante un sistema que parece controlado por los que niegan la institucionalidad y la eficiencia. Estamos controlados, también, por los que poseen dinero, sea este lavado o sin lavar. Estamos frente a una caricatura de sistema de justicia, aunque el comportamiento no sea homogéneo. Son diversos los hechos que dan testimonio de lo que planteamos: miembros de la justicia aliados a los que colocan drogas para extorsionar y promover el control local; acuerdos que, además de transgredir leyes, procedimientos y derechos humanos, facilitan la acción de asesinos.

No cabe duda de que estamos ante un sistema judicial con desgastes mayúsculos y con dificultades para actuar conforme a los principios y valores de su esfera de acción. Esta decadencia se observa en la elaboración de expedientes sin consistencia jurídica y en la presentación de personas ante los tribunales que son liberados de forma inmediata, por la falta de pruebas. En este marco son signos del desgaste, además, la selección exprés de fiscales; y el escarnio de representantes judiciales que interpelan y demandan una justicia responsable y justa. De igual modo, constituyen una erosión judicial los acuerdos ocultos para dejar fuera de expedientes a personas comprometidas con actos ilícitos; y, aun más, la postura indiferente ante personas y grupos, que de la indigencia económica pasan a declaraciones de bienes millonarias. Lo que está claro es la diferencia de trato que existe para los de cuello blanco y para los que no tienen cuello de ningún color. No sabemos para qué vale tanta publicidad sobre los avances en materia de justicia, si cada vez más la ciudadanía siente miedo y repulsa por un sistema que traiciona sus propias intencionalidades. La gravedad de la realidad judicial en el país no se corrige con la descripción de los hechos. Por ello apelamos a la búsqueda conjunta de propuestas, ideas y proyectos que contribuyan a la cualificación del sistema judicial. No debemos, ni podemos dejar solos a los que dentro del sistema judicial viven nuestras preocupaciones y aportan para el cambio de situación.

La educación preuniversitaria y la educación superior de la República Dominicana han de dedicarle tiempo al problema de la justicia. Desde su misión educativa y de servicio social, han de trabajar de forma conjunta para promover una educación ciudadana comprometida con la justicia que no se vende, ni tampoco se compra. Si la justicia se estudia, se reflexiona y se aplica desde los primeros años, posiblemente estuviéramos en este momento abordando otros tipos de temas más alentadores. El valor de la justicia no puede quedarse en el círculo del aula; ha de permear la vida de los centros educativos y de la sociedad en general. Pero la mejor manera de motivar el estudio y la práctica de la justicia es aprendiéndola en la vida cotidiana de las familias, de la escuela y de las instituciones de educación superior. Esta tríada ha de buscar las conexiones que les pueden permitir una acción sostenida y concreta en favor de un sistema judicial distinto.