Por los años en que cursaba mis estudios de economía en la UASD se representaba en el Alma Mater una obra teatral de Haffe Serulle titulada “Leyenda de un pueblo que nació sin cabeza”. No puedo recordar el contenido de la obra, pero el título me ha estado revoloteando en la memoria a propósito de lo que ha estado ocurriendo con las muertes por el consumo de bebidas alcohólicas falsificadas.
Dicen los reportes de prensa que durante años se ha desarrollado una industria de que en cualquier patio de barrios, pueblos y ciudades existen fábricas que producen “ron” o “whiski” hasta por encargo, de cualquier marca, propia o ajena, incluso escocesas, y que esas empresas tienen sistemas de transporte y distribución que permiten venderlas en colmados, bares, hoteles y establecimientos de toda naturaleza, hasta el punto de que en un supuesto “muestreo aleatorio” realizado por Salud Pública se determinó que hasta el 60% de dichas bebidas son falsas o adulteradas.
Que las falsas se han estado haciendo con alcohol, pero no etílico (para consumo humano), sino metílico, un bien que se usa como anticongelante, combustible o disolvente, o insumo para industrias de pinturas y limpiadores, y que algunas personas compran con fines suicidas. Pero que, en este caso, se los venden a gente cuyo propósito no era suicidarse, sino divertirse. Les cobran por matarlos.
Y que eso ha estado matando por años, ante la mirada indiferente de autoridades de cualquier jerarquía y sector, centenares de personas jóvenes. Eso es propio de un país sin Estado, es decir, un pueblo sin cabeza. Que solo reaccionan esporádicamente cuando viene una protesta de un embajador británico, de los fabricantes legítimos de bebidas nacionales o de la Dirección General de Impuestos Internos.
Y dice el Ministerio de Salud que esas no son sus atribuciones, y entonces me pregunto, ¿y de quién son? Porque hasta donde conozco, la regulación y vigilancia de alimentos, bebidas y medicamentos, es decir, de todo lo que va a ser ingerido por el cuerpo humano, la garantía de su calidad e inocuidad, constituyen una de las responsabilidades primarias de los sistemas de salud en cualquier Estado que funcione razonablemente bien.
Desde hace un buen tiempo, me había propuesto no insistir tanto en el tema de la debilidad del Estado Dominicano, por temor a cansar con lo mismo, y en la necesidad de un gran pacto nacional para crear un estado que funcione, en el que los ciudadanos puedan confiar. Porque lo que vemos ahora con el tema del alcohol nos escandaliza por las tantas muertes, pero escándalos parecidos ocurren frecuentemente con el funcionamiento de todas las instituciones del Estado, como justicia, policía, fuerzas militares, ayuntamientos, los sistemas de salud, educación, etc.
Es crucial que el presidente Abinader asimile que su gran aporte a la historia nacional es ponerle una cabeza a este pueblo, crear un Estado en que los ciudadanos puedan confiar, con un gobierno nacional y un sistema de gobiernos municipales capaces de proveer servicios eficientes a la población. No va a pasar a la historia compitiendo con Balaguer en la construcción de obras físicas, ni con Danilo en crecimiento económico con estabilidad, porque ahora las condiciones son diferentes.
Ese es el verdadero sentido del Pacto Fiscal, porque además de diseñar y hacer que funcione ese Estado, hay que financiarlo. Y con mis largos años de economista no he encontrado otra forma de conseguirlo que pagar impuestos. Y esto es incompatible con una cultura en que todo el mundo se resiste a financiar al Estado, unos porque son muy pobres, otros porque lo que quieren es incentivos para desarrollar sus negocios, pero sucede que nunca terminan de desarrollarlos; otros porque ven que su prójimo no paga y se sienten justificados para evadir, y otros porque entienden que ya están cargando muy pesado. Pero todos a una.
Y la excusa universal es que si pagamos más se lo van a robar. Entonces reaccionamos que mientras el Estado no funcione bien no debemos financiarlo, como si ya hubiéramos descubierto cual fue el primero entre el huevo y la gallina. La corrupción no se combate dejando de pagar impuestos, la corrupción se combate luchando contra ella, en los tribunales, en las calles y en las urnas. Eso es un deber de todo ciudadano independientemente de que paguemos muchos o pocos impuestos.