De adolecente sembré una mata de naranjas en la acera de la casa (sé que sonará ridículo el que alguien siembre un naranjo en lugar tan poco común por donde todo un pueblocruza sin detenerse). Cada una de aquellas mañanas yo regaba mi pequeñoy espinoso ramo verde; al que le construí un rejón de madera de unos tres pies de altura y quizás dos de ancho.

La matita pronto comenzó a crecer expandiendo sus ramas. Frente a la casa también cultivaba pequeños cactus y sábilas. Sobre el techo de zinc de la vivienda, mangos y manzanas de oro (jobo de la india) enlazaban sus hojas, frutas y sombras (la casita, los mangos, los jobos, sábilas y posibles naranjas).

Yo imaginaba al naranjo lleno de pequeños globos amarillos en el almíbar de su azúcar (fuerte, grande, en la acera por donde todos cruzan;patrimonial a todos, parido para todos, como debía ser, debe de sery siempre fue con los mangos, las manzanas, la sábila).Sembrados por el abuelo, por el tío Esteban, por las tres generaciones a la izquierda de la familia.

Cuando el naranjo alcanzó los cuatro pies de altura fue asesinado. Le echaron una suerte de veneno mata raíz. Algún vecino disgustado con un naranjo en el medio de la acera; frente a una casa llena de locos que sembraban mangos y manzanas; sábilas por igual, además de criar palomas, patos, conejos.

Lloré por el naranjo como si hubiesen matado una parte de mí. Estuve unas semanas lleno de rabia, de odio, de ganas de matar al asesino de naranjos (cuántos años de aquello, no recuerdo, pero el dolor se percibe igual).

Después de leer mil artículos, estudios, análisis, ensayos sobre las condición actual del planeta. Después de todas las heridas, esquirlas, navajas en los sueños. Después de saberme, comprenderme, mirarme en el espejo de lo posible, de lo intrínseco, de la conducta. Después de levantarme con el mismo cansancio de siempre, pretendiendo, orando, asumiendo los principios que me llevan a sembrar naranjos en la acera, solo me concentro en los verdugos del mundo, en los molestos con las espinas que cubren todas las ramas de los naranjos sembrados en la acera (débiles, humanas, perecederas) incapaces deentender la dulzura del sueño allí representado;pues un naranjoes sinónimo de nidos, anhelos, esperanzas.

Hace muchos años yo sembré un naranjo en la acera de la calle Independencia (esperanzadoen chorrearme las manos, la camisa, la insipiente barba de entonces, con una silla o dos bajo su resguardo, conversándoles a los vecinos cayendo la tarde). Después de muerto el naranjo, juré marcharme de tan inhóspito lugar para los sueños, desde entonces vago por el mundo recordando aquella incipiente apuesta y quijotada.

Donde estoy ahora intento sembrar alguna cosa, quizás otro naranjo; lo que no sé es si existe alguna clase de naranjo capaz de resistir el odioso clima en este lado de mundo, en esta jungla de aparatos tragamonedas, en este paraíso donde nadie conoce a nadie y a nadie le importa un bledo el lugar que ocupas o cómo te vistes.

Desde lejos le recuerdo a los que se quedaron en la calle Independencia que, un naranjo quizás signifique muy poco, uno que otros árboles por igual, pero una loma en donde nacen los ríos de donde bebe y se sirve medio país el agua que necesita, significa la verdadera ruina y miseria tantas veces anunciada en las palabras del Apocalipsis.