Formamos parte de un mundo marcado por avances extraordinarios en órdenes diversos. Por ello participamos de escenarios en los que las ciencias y las tecnologías, con bastante frecuencia, sorprenden con cambios e innovaciones. Estos adelantos ponen en evidencia la gran capacidad que tiene el ser humano para la invención y la recreación. Los avances indicados permiten la solución de múltiples problemas que aquejan a la humanidad en muchos ámbitos; especialmente, en materia de salud, educación, comunicación y alimentación. En estos aspectos, el desarrollo es notable y su impacto en la vida de las personas y de los pueblos es evidente y, por tanto, innegable. Pero, los adelantos no llegan con el mismo potencial ni con la rapidez requerida a las diferentes naciones. Las más desarrolladas se benefician de forma directa e intensiva; de forma indirecta y lenta, las naciones más pobres. La distribución de los resultados de los avances es cada vez más desigual en el mundo. Los beneficios de las transformaciones generadas por las ciencias y las tecnologías son exiguos para los países en desarrollo; son exorbitantes para los países ricos. Esta situación acentúa el déficit de solidaridad y de voluntad política para compartir los bienes que  conllevan los progresos científicos y tecnológicos. La gestión y la distribución de los bienes que derivan de estos avances constituyen un obstáculo al desarrollo global de los pueblos. Se percibe una gestión y una distribución centralizada y poco alentadora de la fraternidad universal. Un ejemplo claro es la crisis que supone la desigual adquisición de las vacunas necesarias para contrarrestar la COVID-19. Mientras hay países a los que les sobran vacunas, a otros les falta la primera dosis, como sucede en África. Hay una voluntad clara de retener para sí los bienes científicos y tecnológicos, que deben ser de todos.

En medio de una crisis de la igualdad en el mundo, se produce una búsqueda intensa de la seguridad de las personas y de la sociedad en general. Vivimos la contradicción de un mundo que, por sus progresos científicos y tecnológicos, se ha convertido en una aldea global. Pero esta aldea cada día siente el peso de la inseguridad. Las variantes de la COVID-19 no dan tregua. Esta inseguridad, provocada por diferentes factores, particularmente por las variantes que se producen en este tiempo de pandemia, genera en las personas y en los pueblos una experiencia signada por condiciones de inseguridad y de inestabilidad. Somos parte de un mundo que tiene la necesidad de sentirse seguro; que busca cómo liberarse de todo aquello que limita su acción y sus capacidades. Es una búsqueda de nivel mundial. El poderío que exhibe el mundo a partir del uso inteligente de las innovaciones de las ciencias y de las tecnologías, contrasta con la inseguridad que viven las naciones en estos tiempos. Este fenómeno constituye un desafío para los científicos y para la gente común. En la base de esta inseguridad está la falta de visión del liderazgo mundial sobre la importancia de pensar y de buscar la seguridad colectiva. La superación de la inseguridad ha de ser un compromiso colectivo. Este requiere voluntad política y un ejercicio solidario real dentro de cada país y entre los países. La seguridad no solo se afecta con la aparición de variantes. Se lesiona de forma grave con la delincuencia social, con la corrupción y con la impunidad. Esta tríada está vigente en el mundo que habitamos. Los líderes del mundo han de hacer un esfuerzo conjunto para pensar de forma holística. Los ciudadanos también han de aportar sus conocimientos y experiencias para contribuir a la construcción de un mundo más solidario y seguro. Los pueblos tienen la necesidad de un mundo más seguro. Esta seguridad cada día se siente amenazada por imprevistos como las pandemias; y por hechos calculados y planificados, como las guerras y los distintos tipos de delincuencia. Hemos de apoyar la construcción de una sociedad global más sana, segura y resiliente.