La realidad salvadoreña de hoy se parece mucho a la de otros países latinoamericanos y caribeños. Sigue la concentración de las riquezas en pocas manos. Un alto nivel de pobreza (en torno al 40%) y de miseria (cerca del 20% de la población). Con un tercio de sus habitantes en el exilio económico en Estados Unidos, Europa y otras latitudes. Con una violencia constante (hay entre 10 a 15 asesinatos diarios) y un gobierno del FMLN que adjudicó de sus principios, con un liderazgo corrupto, que propicia la impunidad y no da señales de tener voluntad política de que se haga justicia a las víctimas de la violencia de más de 12 años de conflicto armado (1980-1992).
Entre los años 1980 al 1992 se desarrolló en El Salvador una época de violencia y de confrontación armada entre las fuerzas militares y para-militares del gobierno y las fuerzas de la guerrilla del Frente Faribundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), que logró articular varios grupos insurgentes para hacer frente ante la concentración de las riquezas en pocas manos y ante la violencia gubernamental para mantener los privilegios de la oligarquía.
En una de sus cartas pastorales en la que analizaba la realidad salvadoreña (1979), Oscar A. Romero, profeta salvadoreño, latinoamericano, caribeño y testigo comprometido habló de los rostros sufrientes de su pueblo: “niños que desde la más tierna edad tienen que ganarse ya la vida; jóvenes a quienes no se les presta una oportunidad de su desarrollo; campesinos carentes hasta de lo más necesario; obreros, a los que se les regatean sus derechos, sub-empleados, marginados y asesinados, ancianos que se sienten inútiles para la historia; todo esto es agravante de toda nuestra crisis, esta grave injusticia social” (Brockman, 2015,283).
Oscar A. Romero, arzobispo de El Salvador, asesinado el 24 de marzo de 1980, Ignacio Ellacuría, jesuita, rector de la Universidad Centro Americana José Simeón Cañas (UCA) asesinado por el ejército el 16 de noviembre de 1989 junto a otros 5 compañeros y 2 mujeres, Arturo Rivera y Damas, obispo Santiago María (1977-1980), y luego obispo de San Salvador (1980-1994), Jon Sobrino, jesuita, teólogo de la liberación y cientos de cristianas y cristianos asesinados son el ejemplo de un cristianismo comprometido con las víctimas de la injusticia y de la violencia social en el Salvador y en América Latina.
El contexto mundial en que se dan estos acontecimientos es del debilitamiento económico-político del bloque soviético y el fortalecimiento de los regímenes militares, autoritarios y aliados al gran capital nacional y trasnacional. En los años 70 y 80 en muchos países de América Latina se estaba saliendo de los regímenes militares y se comenzaban a instaurar regímenes supuestamente democráticos. En muchos lugares, sin embargo, como en Nicaragua y El Salvador, esta transición estuvo caracterizada por un conflicto armado que provocó innumerables víctimas y un inmenso dolor humano.
A nivel de la Iglesia Católica soplaban entonces los aires renovadores del Concilio Vaticano II (1963-1965) y de las conferencias de obispos latinoamericanos y caribeños en Medellín, Colombia (1968) y en Puebla, México (1979) que invitaban a las comunidades cristianas comprometidas a hacer una opción preferencial por las y los empobrecidos y por las víctimas de las injusticias institucionalizadas y estructurales de América Latina y el Caribe, generadoras permanentes de violencia y exclusión social.
En medio de estos tiempos de esperanza surgen las comunidades cristianas de base, desde los sectores sociales más empobrecidos, que asumen una reflexión y teólogos y teólogas, así como pastores y pastoras comprometidos insertos en medio populares que desarrollan una práctica comprometida. Oscar A. Romero, la comunidad jesuita de la UCA en el Salvador, Rutilio el Grande, jesuita asesinado en 1977, y muchos otros sacerdotes y laicos cristianos son testigos de primer orden de ese compromiso profético.
Desde 1965 al 1978 reina en Roma el Papa Pablo VI, de orientación liberal. A partir del 1979 se instala en el Estado del Vaticano un nuevo monarca, el polaco Karol Wojtyla (llamado Juan Pablo II) que en el Concilio Vaticano II (1962-1965) había liderado el sector eclesial más conservador que se oponía abiertamente a los cambios renovadores al interior de la Iglesia Católica y de las sociedades en donde ésta tiene presencia. El largo pontificado de Karol Wojtyla (1978-2005) y de su sucesor, Joseph Ratzinger (Benedicto XVI, 2005-2013) significaron una alianza con los países y con las y los líderes económicos y partidarios propulsores del neoliberalismo económico y de la imposición de un modelo económico-político generador de injusticias y de violencia, como consecuencia de la sistemática concentración de las riquezas en pocas manos y por tanto, de la exclusión social de las mayorías.
La práctica pastoral y la reflexión teológica encarnada y liberadora (pueblo-céntrica) tuvo que enfrentarse en el Salvador, como en otros países de América Latina, con la práctica de los sectores seguidores de la teología monárquico-sacerdotal (eclesio-céntrica), ligados tradicionalmente a la oligarquía y enfrentados continuamente a los sectores sociales y eclesiales más comprometidos. Por eso, en los años en que Romero se desempeñó como arzobispo de El Salvador (1977-1980), tuvo que enfrentar no solo la violencia que provenía del gobierno y del FMLN, sino también la acusación y la incomprensión de sus propios compañeros obispos. De hecho entre los 6 obispos del país, solo le apoyaba Arturo Rivera Damas, mientras que lo adversaban abiertamente los otros cuatro, apoyados directamente por el Nuncio del Papa, quienes evidentemente estaban del lado de quienes masacraban al pueblo salvadoreño.
En medio de la celebración realizada en la capital salvadoreña el pasado 23 de mayo que declaraba feliz, bienaventurado (eso significa “beato”) a Romero, el autor de estas líneas se preguntaba para qué habían servidor tantas luchas comprometidas, tanta sangre derramada, tantas esperanzas truncadas. Y pensaba que era necesario declarar también feliz a los mártires de la UCA y a quienes fueron asesinados por la causa de la justicia, porque en ellos y en ellas se cumplen las palabras de Jesús: “sigan adelante las y los perseguidos por la causa de la justicia, y los que trabajan por la paz, porque de ustedes es el proyecto del Reino de Dios” (Mt, 5,9-10), y porque su ejemplo sigue siendo inspirador para quienes creemos en el proyecto de la Vida Digna, de la nueva sociedad, en justicia y solidaridad, que es necesario seguir construyendo, a pesar de los retrocesos y los tropiezos del camino.