Hace ya cuatro años, cuando Donald Trump se presentó a las elecciones presidenciales norteamericanas como candidato del Partido Republicano, despertó gran curiosidad; igual a la que un personaje de novela suscitaría en un creador de ficciones. Porque era un millonario pintoresco que andaba envuelto en concursos de belleza, programas de televisión y tenía un aguzado apetito por mujeres hermosas, frivolidades infrecuentes en un ciudadano de la clase conservadora. Su perfil político no era del gusto de muchos, ni su programa de gobierno, ni sus chabacanerías y petulancias de niño mimado. No obstante, recibió el apoyo de los más destacados líderes del fundamentalismo radical cristiano a través de periódicos y una cadena televisiva, que reportan sumas cuantiosas en anuncios. Trump fue escogido por Dios, predicaban. Aun así, su candidato perdió el voto popular en las elecciones. Parecía una broma que este señor fanfarrón y farandulero estuviera aspirando a la presidencia del país más rico y poderoso de la historia. Al mismo tiempo, yo sentía gran curiosidad novelesca por ver qué pasaría si este personaje ganaba las elecciones.

Para sorpresa de muchos y quizás también para él mismo, Trump ganó las elecciones. Porque a veces la realidad supera la ficción. Por eso no se puede novelar todo lo que sucede en la vida real: el texto perdería verosimilitud, credibilidad, la primera ley narrativa. Sería un fracaso. De todos modos, me dispuse a seguir a este personaje que había que calificar de plano desde el principio porque sus características eran claras, no habría evolución. Salió hecho y derecho del tintero. El interés de su historia radicaría en cómo su personalidad exuberante y socialmente torpe de seguro levantaría conflictos que determinarían la calidad de la trama.

Así, no resultó chocante que en seguida evidenciara su capacidad para indisponerse con facilidad con personas y grupos; ni su disposición a entrar en riñas callejeras con quien fuera en su cuenta de Twitter, como un joven cibernético o pandillero de Queens, donde nació. El carecer de sentido común y su calidad de niño rico parecían despojarlo de la capacidad para comprender el sufrimiento de los demás, como sucede con la personalidad narcisista. Por supuesto que su llegada a la presidencia no fue obra del azar, sino que poseía cualidades personales que lo ayudaron. Mostraba capacidad de cálculo y habilidades de comerciante, se trazaba metas e iba por ellas, rebosaba vitalidad, pese a su edad; poseía condiciones de niño mimado que lo ayudaban a ser el centro de atención (hay zonas tenues y saludables del narcisismo); es manipulador, arbitrario, apabullante y dictatorial hasta llegar al abuso. Así mismo, no sabe de reglas ni límites, como un antisocial y no paga impuestos; estuvo con una stripper que levantó un escándalo cuando él llegó a la presidencia, y luego fue detenida y sacada de circulación. Luce que a Trump todo le está permitido, cosa rara en un país donde nadie puede colocarse por encima de la ley. A Richard Nixon lo depusieron al parecer, por menos de lo que él ha hecho. Definitivamente, se trata de una sociedad en proceso de evolución.

Al inicio, algunos analistas dijeron que Trump rompería con una tradición hegemónica mundial estadounidense, porque deseaba engrandecer el país desde adentro, lo cual chocaba con ciertos estamentos de poder que tal vez lo destituirían. Lo cierto es que favoreció a las grandes empresas, no inició guerras, se llevó bien con los rusos y apaciguó al “chinito” bravucón de Corea, tras responderle con otra bravuconería: le quemaría el país.  Lo que hizo fue calmarle el hambre dándole toneladas de trigo. Y aquí surge la paradoja del poder político y de la raza humana: Corea tiene infernales armas nucleares, pero la población se muere de miseria. La India y Pakistán siguen la misma ruta. Con quienes Trump no se entendía era con los chinos y en algún momento amenazó con no pagarles la deuda. Su otra obsesión era México, al que mostraba un encono casi teatral, y llegó a decir que ese país debía costear el muro que en seguida él empezó a construir en una frontera de 3.185 kilómetros. Acaso en el fondo su retórica buscaba complacer a los votantes republicanos y asegurarse el camino hacia la reelección.

Ahora los hilos de la trama comienzan a percibirse. Trump no ganó las elecciones del 2016 por casualidad, si bien a través del equívoco Colegio Electoral que bloquea la expresión de las masas; pues perdió en la votación popular. Su paso por la presidencia de Estados Unidos expuso la división de dos zonas al parecer irreconciliables, impulsadas por el odio entre razas y clases. Tampoco creó él estas condiciones, sino que su gobierno y personalidad las exacerbaron y despertaron un monstruo que parecía dormido, un fantasma que acecha desde la Guerra Civil. En Trump se concretaban los rasgos sociales e intereses de una clase; él sólo evidenció el verdadero ser norteamericano, su alma convulsa y subyacente. La compleja realidad social abrumó y superó cualquier imaginación.

Pese a la tumultuosa y caótica administración y el juicio al que fue sometido, Trump   siguió acrecentando la saludable economía recibida de la administración de Barack Obama, y parecía destinado a reelegirse. Entonces entró en escena el demoníaco virus corona que creó una crisis mundial en todos los niveles de la existencia. Añádanse protestas internas a causa de tensiones raciales por el frío asesinato de un ciudadano negro a manos de la policía. Frente a estas circunstancias, se evidenciaron las debilidades del carácter de Trump, un producto de la televisión, el dinero, la propaganda y su sagacidad de hombre de negocios; pero no tenía fibra de un líder de nación que pudiera entender las necesidades colectivas y guiar al pueblo hacia metas comunes. El ascenso de Trump a la presidencia subrayó un cambio profundo a nivel social y una popularización de los mecanismos de acceso al poder en Estados Unidos.

Veamos: los Bush, padre e hijo, Hillary y Bill Clinton y los Obama pasaron por universidades como Oxford y Harvard (a la cual los Bush tradicionalmente han dado fondos y quienes son parientes remotos de la Reina de Inglaterra); tienen cierto aire de clase o intelectual. Trump no. Su esposa, la primera dama, fue una inmigrante, ilegal tal vez, una bella modelo que aparece desnuda en fotos que circulan por el Internet. A Trump se le ha oído alardear crudamente de sus conquistas, y varias mujeres lo han acusado de acoso sexual. Estos detalles indican un cambio profundo de mentalidad en una sociedad puritana; donde después de la revolución sexual —cuando las mujeres se ofrecían a voluntad—, es casi un delito mirarlas. Porque se tiende a una especie de castración sicológica masculina, mientras crece el poder femenino y el de los movimientos homosexuales. Sin embargo, las mujeres sin formación universitaria votaron en su mayoría por Trump. ¡Cuántas paradojas!

En Estados Unidos la élite asiste a escuelas y universidades exclusivas, es muy culta y monopoliza el alto conocimiento. Por ejemplo, como contó Gabriel García Márquez, Clinton puede recitar de memoria fragmentos de El sonido y la furia, la compleja novela vanguardista de William Faulkner. En contraste, la educación básica pública en Estados Unidos no es de las mejores de Occidente. La gran masa es ignorante, como Trump. Por esta razón, desde el principio, este no supo entender el alcance de algunos organismos y tratados ecológicos, ni pareció tener idea de cómo funciona el conocimiento científico, y se convirtió en un obstáculo cuando se trató de combatir el virus. Sus juicios mostraban una pobreza que llegaba a lo patético. A la vez su inseguridad lo conducía a decisiones extremas y autoritarias. El resultado fue la pérdida innecesaria de miles de vidas; en tanto, él comía hamburguesas, veía televisión, presa de una abulia singular o jugaba al golf, como si viviera en una nueva Roma y Nerón reencarnara en él. Sus limitaciones políticas eran notorias. Por esto, una vez más no logró ganar el voto popular.            

El 6 de enero, tras unos dos meses de incertidumbre —porque Trump no aceptaba su derrota reeleccionista—, y su indiferencia ante un gran aumento de las muertes por el virus corona, sus seguidores asaltaron el Congreso de Estados Unidos.  El mundo entero pudo presenciar la escena en vivo por televisión. Poco antes se había visto al presidente arengar a la multitud para que fuera al Capitolio. El resultado fue el terror, el caos, el odio desatado y cinco muertos incluyendo a un policía.  La imagen posterior de Trump es la de un individuo que parece inconsciente de sus propias acciones, delirante, alucinado. Sigue alegando que lo engañaron en las elecciones sin presentar pruebas. No se ha referido a las muertes, justifica el discurso con que incitó a sus seguidores; aunque condenó la violencia tibiamente después que los demócratas lo empezaron a amenazar con un juicio pidiendo su destitución. Ahora miente como un escolar, alegando que fueron izquierdistas infiltrados quienes realizaron los disturbios, pese a que las decenas de prendidos fueron identificados como seguidores suyos. Su confusión emocional es total.

En esta historia no hay un narrador omnisciente. Dije al principio que Trump despertó gran curiosidad. Quizás se intuía que el simple hecho de que lo hubieran escogido como candidato a la presidencia indicaba una profunda crisis en el sistema político norteamericano, y las crisis del capitalismo pueden terminar en fascismo, que es una ideología nacionalista y totalitaria. En otro sentido, quizás la mente colectiva no ha asimilado totalmente lo sucedido en el Congreso; pero fue un hecho trascendente que recuerda el ataque al Fuerte Sumter que inició la Guerra de Secesión; o la destrucción de las Torres Gemelas que desembocaría en la guerra de Irak. Estados Unidos autodinamitó la que se ha llamado la primera “democracia” del mundo, lo cual es un dislate porque democracia y esclavitud son sistemas excluyentes. La república fundada en 1776 era esclavista, y más de dos siglos después los descendientes de sus esclavos no han arribado a la democracia integral, y las diferencias de clases son cada vez más notorias.

El escritor boliviano Alcides Arguedas habla de un “pueblo enfermo” en su libro homónimo, en el cual maneja teorías racistas en boga al final del siglo XIX. Creo que lo correcto es hablar de un Estado enfermo, no de un pueblo; pues como he escrito en   ensayos inéditos, todas las manifestaciones humanas parecen determinadas por la eterna dialéctica entre mito y razón. He hablado del instinto humano y sus diversas manifestaciones positivas y negativas, cara a la supervivencia y al Estado, que por una parte reprime las inclinaciones egoístas de las masas, y por otra es instrumento de una élite (incluyendo a los altos líderes religiosos en Estados Unidos) a la que se le concede el derecho a la guerra, la codicia y la mentira.

Las contradicciones sociales conducen el Estado a crisis; el cuerpo colectivo enferma y surgen líderes desbalanceados como Trump, a quien el Washington Post le contabilizó 23.000 mentiras. El parece alucinar convencido de su verdad, de que ganó la reelección y se la arrebataron, y sus seguidores son su reflejo. Los individuos y el Estado se vuelven simbióticos, se mimetizan. El drama Macbeth abre con un aquelarre, una ceremonia de brujas que parece anticiparse al surrealismo. El espectáculo puesto en escena en el Congreso por la extrema derecha con máscaras, disfraces de circo, banderas —incluyendo la confederada— y trajes militares fue un carnaval de pesadilla de la misma condición, la alegoría de un sistema político enfermo. El mito de la democracia se derrumbó, y se han de buscar alternativas dentro del mismo sistema para mejorarla. Y a propósito, las decenas de apresados tras los disturbios son de clase media o alta en su mayoría; pertenecen al campo de la sicología, la docencia, los negocios, la banca; son veteranos, el hijo de un juez de la suprema corte de Brooklyn, un ganador de cinco medallas olímpicas, una agente de bienes raíces que voló a Washington en un avión privado; todos extremistas blancos. Los trabajadores brillan por su ausencia.       

La novela de Trump se aproxima a su conclusión, pero falta el epílogo. La poderosa   plutocracia norteamericana siempre ha valorado su sistema de gobierno y sus leyes. Lo preocupante es que esta vez la profanación de los sagrados recintos civiles surgió de   esa clase. Hubo un intento de golpe de Estado como se estila en sociedades autoritarias, y es justo decirlo, que a veces cuentan con la anuencia del Departamento de Estado. La conducta de Trump solo se explica a la luz de sus problemas mentales, su calidad de rico mimado y el instinto de poder de su grupo dominante, su gemelo. En cualquier lugar del mundo sería un traidor al Estado y al pueblo, y su condena, ejemplar. Si bien la defensa puede alegar, con razón, trastornos emocionales, referirse a la proyección de problemas colectivos en él. Además, cabe preguntarse si Trump representa una crisis pasajera o si, al estilo del Imperio Romano, es una advertencia porque al final de este gobernaron emperadores desequilibrados. El expresidente Jimmy Carter ha advertido en el pasado que, en vez de una democracia, Estados Unidos se ha convertido en una oligarquía porque el soborno de las corporaciones es determinante en la elección del presidente y los congresistas de ambos partidos. Ojalá que Biden, quien parece comprender el dolor del individuo común, signifique un cambio de rumbo, y que Estados Unidos pueda convertirse en una verdadera democracia donde la educación calificada, la salud y el dinero alcancen a todos por igual, entre ellos, a los descendientes de los esclavos, a las minorías; que no sea un país gobernado por la banca, como temía Thomas Jefferson, uno de sus fundadores.  O para el 1 % de su población que detenta el 40% de la riqueza.