En cualquiera de sus manifestaciones el poder individual tiene vocación de perpetuidad y crecimiento. Muchas veces brutal, absurdo, desconsiderado y, en consecuencia, un arma letal para el Estado de Derecho. La medida del aumento del poder es la de mayor o menor concentración, con sus secuelas de arbitrariedades.

Fueron los excesos y las tropelías a las que conduce la intensidad y densidad de un poder ilimitado que dieron lugar en el siglo XVIII a la Revolución Francesa, poniéndole fin al feudalismo y al absolutismo y dando nacimiento a la burguesía, que muchas veces apoyada por el pueblo, pasó a ser la clase política gobernante. Fue la opresión que dio lugar también a la independencia de los Estados Unidos y con ello inicia una nueva estirpe, una forma de convivencia política basada en el reconocimiento de derechos personales inalienables, en la soberanía popular y en la organización del Estado en poderes separados, ejercidos según la Constitución y las leyes.

Se trata, pues, de una organización jurídica política que, a finales del siglo XX es considerada, por los derechos y libertades que la sustentan, un valor universal.

Lo ocurrido en la antesala, durante y después de las elecciones de los Estados Unidos es el reflejo de como una nación tomada como ejemplo de la más grande democracia viene torciendo su curso y diluyendo su fortaleza institucional al abrigo de un hombre que no cree en las instituciones, sino en el desbordamiento del poder para fines personales y estrictamente grupales que, en lugar de aumentar la fuerza social, la que es capaz de alcanzar y consolidar los derechos de todos y el Estado ser su garante, la pretende disminuir con discursos y acciones deslegitimadores de lo único que mantiene un país unido alrededor de la idea fuerza de su desarrollo y bienestar.

Trump ha perdido el poder doblemente. En las elecciones y en el ejercicio, pues el poder no es algo que se tiene, es el que se ejerce y para hacerse tiene dos manifestaciones: la discursiva, que es su fuente legitimadora y la directa. Con Trump podríamos estar a las puertas de lo que ya venía produciéndose en los Estados Unidos, con la polarización extrema entre los republicanos y los demócratas: el fin del poder cuasi universal de la última gran potencia del mundo.