Nueva York.-Muchos agentes del FBI en la Casa Blanca no protegen, sino que espían al presidente y su gabinete. Un de ellos llamó al Procurador General en funciones. “El consultor jurídico, Alberto González y el gerente general Andrew Card salieron para la clínica”, reportó.
El procurador general en funciones llamó al jefe de FBI, y le ordenó salir inmediatamente hacia la clínica.
Fue una carrera de película, tres vehículos a toda velocidad, con las sirenas gritando en la oscuridad de la noche, compitiendo para llegar primero a la clínica.
El director del FBI y el procurador en funciones llegaron primero. El procurador general, John Ashcroft, estaba en cuidados intensivos luchando contra una pancreatitis. Le informaron que González y Card le pedirían reautorizar un programa de espionaje ilegal.
Advirtieron que renunciarían si se reautorizaba el espionaje ilegal; González y Card llegaron, Ashcroft no firmó la reautorización.
Ese 10 de marzo del 2004, James Comey Robert Mueller, le torcieron el brazo presidente George W. Bush, obligándolo a suspender su espionaje ilegal.
Mueller, designado director del FBI por Bush, sirvió en el primer gobierno de Barack Obama. Lo sustituyó Comey, a quien Trump despidió de la dirección del FBI por negarse a cerrar la investigación sobre Rusia y su campaña presidencial.
Mueller, ampliamente respetado por republicanos y demócratas, fue designado fiscal independiente para continuar la investigación que le costó el empleo a Comey.
La obsesión de Trump por suspender la investigación suena como confesión.
Ayer Comey y Mueller dos buenos amigos consagrados al servicio público, arriesgaron sus carreras defendiendo sus convicciones, enfrentando a quien los nombró, el presidente Bush. Hoy no tienen nada que perder y la misma gloria que ganar, si comprueban vínculos entre Trump y Rusia.
En unas semanas Comey testificará ante el Senado, ciertamente, Trump la tiene sumamente difícil.