Nueva York.-Los demócratas hacen lo imposible por no admitir el estrepitoso fracaso que sufrieron durante las elecciones de noviembre. Los culpables de la cuestión son muchos, un día es el director del FBI, al día siguiente es Rusia, sin descartar la participación del perro del vecino.
El sistema de los colegios electorales, desde luego, es el otro gran culpable y por eso proponen desmantelarlo.
Y repiten que Hillary Clinton superó al presidente electo Donald Trump con casi tres millones de votos populares.
Los votos populares de Clinton sobre Trump salieron básicamente de Los Angeles, California, y de Nueva York, esas dos ciudades no representan a la mayoría de estadounidenses. Los Angeles está llena de mexicanos y centroamericanos, Nueva York es una ciudad cosmopolita, aquí está el mundo.
El estadounidense común y corriente, vulgar y silvestre, blanco, negro, rojo, marrón y amarillo, votó contra de Clinton, contra la política del presidente Barack Obama.
Fuera de fanatismos, los números cuentan una historia clara.
En el 2008, cuando Obama ganó las elecciones, los demócratas ganaron 257 escaños en la Cámara de Representantes, ahora solo ganaron 188, perdieron 69. Hace ocho años ganaron 57 senadores ahora solo tienen 44, perdieron 13.
En las legislaturas estatales sufrieron otra pela, los republicanos controlarán 67 de las 98 asambleas y senados del país; ganaron 4,170 escaños, los demócratas solo obtuvieron 3,129.
¿Cómo se explica que la nación votara abrumadoramente contra los demócratas, si el presidente Obama es tan popular?
Sencillo. Obama invierte $3.8 millones diarios en el culto a su personalidad y la imagen de su familia, su presupuesto anual de promoción asciende a $1.400 millones.
Los demócratas dejaron de ser el “partido de la clase trabajadora”, lo mantiene secuestrado una élite liberal acaudalada.
Si no se sacuden, Trump gobernará sin ninguna oposición.