Las elecciones del próximo 3 de noviembre podrían considerarse las más polémicas en los Estados Unidos en los últimos años, pues las denuncias de los republicanos de un posible fraude que no aceptaría la militancia de esa formación ni el propio presidente Trump, trae un elemento de conflicto que podría desembocar en la violencia, una reacción que no provocaron los resultados electorales cuestionados cuando Richard Nixon enfrentó a John Kennedy y Al Gore a George Bush.
El líder republicano, ante el temor a la derrota, busca blindaje alrededor de sus simpatizantes, los que se alzarían en protestas cuestionando el voto por correo y respaldando una posible decisión judicial que favorezca al presidente, cuestión que podría ocurrir debido a que el partido que lo sustenta ha venido cargando el sistema judicial de jueces conservadores que podrían repetir la decisión de la Corte Suprema que declaró ganador a Bush al negar el reconteo en la Florida.
Para nadie es un secreto que la Corte Suprema de EE.UU ha estado dividida por líneas ideológica que determinan sus decisiones. Fue esa composición que selló la suerte de Bush y de Gore. Sus integrantes eran William Rehnquist, su presidente, nombrado por el republicano Richard Nixon; Sandra Day O’ Connor, Antonin Scalia y Antthony Kennedy, designados por el también republicano Ronald Reagan; Clarence Thomas y David Soutar, colocados por George Bush y Stephen Breyer, integrante de la entidad judicial por una decisión del presidente demócrata Bill Clinton.
La diferencia de la actual coyuntura con los escenarios presentados en las contiendas de dudosos resultados electorales entre Kennedy y Nixon, y Gore y Bush, está en el hecho de que los candidatos desfavorecidos no amenazaron con desconocer el resultado ni lo hicieron; en el primer caso porque Estados Unidos era una unidad que aún respondía a una identidad marcada por el dominio cultural del anglosajón protestante y una prosperidad económica que se derramaba con mayores niveles de justicia; y en el segundo, porque a pesar de los signos de deterioro de aquella identidad, la fractura y falta de cohesión social no eran tan marcadas y disruptivas como ahora.
El panorama, según la media de las encuestas, que no son sentencias pétreas, es que el exvicepresidente Joe Biden ganaría 357 colegios electorales y el presidente Donald Trump alcanzaría la suma de 181 de los 538 que componen el sistema de votación delegada. Pero además las proyecciones de las mediciones indican que el voto popular se inclinaría en favor del candidato demócrata, con lo que obtendría un nivel de legitimidad no alcanzado por el actual mandatario que obtuvo tres millones de votos menos que Hillary Clinton o la de Bush que ocupó la presidencia del país a pesar de que a Gore le votó una mayor cantidad de electores.
Estas mediciones son el reflejo de una gestión presidencial signada por un desastroso manejo de la pandemia que convirtió a los Estados Unidos en epicentro de la enfermedad; son el reflejo de un discurso de odio contra las minorías, de desprecio racial, de medidas económicas que favorecen al gran capital expresado en el desmonte de todo lo público, lo que ha conducido al país hacia la profundización de las desigualdades económicas y sociales; son el reflejo del irrespeto a las instituciones, lo que, de a poco, le va dando un talante tercermundista a esa poderosa nación. Pero nada en política es seguro, sobre todo en un mundo con electores que se mueven de acuerdo a percepciones creadas y no a necesidades reales.