Del 16 de febrero al 16 de mayo habrán pasado tres meses históricos, de los cuales la sociedad dominicana puede (y debe) sacar lecciones fundamentales. Pocas veces, en tan poco tiempo, se concentran tantos acontecimientos que permiten ver con claridad la basura metida bajo la alfombra, la institucionalidad fallida y la normalidad enfermiza.
El aborto electoral del 16 de febrero mostró la absoluta tranquilidad con que un derecho fundamental como elegir y ser elegido puede ser vulnerado y negado. Cómo el dinero público puede ser dilapidado. Cómo el Estado puede admitir que la persona responsable de investigar los delitos no es creíble y entregar esa función esencial a un organismo desacreditado, parcializado y violador de la legalidad internacional. Y al final, todos conformes con reducir tamaña crisis a una “falla técnica”, donde no hubo dolo ni nadie tuvo interés, y tampoco nadie salvo un encargado técnico debe pagar las consecuencias…perdiendo su empleo.
La pandemia de COVID-19 ha dejado al desnudo la precariedad de nuestro sistema de salud, donde la inmensa mayoría de sus trabajadores y trabajadoras sobreviven cada día con todo en contra. Nos mostró cómo mientras el país gasta más de un 6% del PIB en “salud”, ello no está orientado a tener una población sana, y sí es obvia la creación de un descomunal negocio de las enfermedades, entre ARS y prestadores de servicios, equipos e insumos. Evidenció para las capas medias y media-altas el padecimiento cotidiano del pueblo, con servicios públicos carentes de la infraestructura elemental y los equipos básicos, donde cada año mueren miles de niños, adultos y envejecientes que pudieron haberse salvado.
Duquesa y su humareda han mostrado el dinero perdido que hasta nos regalan para, con buenos planes e inversiones, dar soluciones públicas a problemas colectivos. Los intereses de grupos que se interponen, la distribución injusta del presupuesto estatal en los territorios, la inoperancia del Congreso Nacional para fiscalizar y aprobar leyes claves, la tranquilidad con que responsables políticos centrales y locales pueden dejar de atender oportunamente una necesidad hasta convertirla en un atentado contra la sociedad.
También ha revelado la brutal injusticia en las relaciones empresariales y laborales, y una institucionalidad nula. Más de un millón de trabajadoras y trabajadores suspendidos, otra cantidad indeterminada de despedidos, sin ninguna regulación, sin ninguna condición ni limitación. El colmo son las empresas hoteleras y zonas francas, que solo en 2019 recibieron exoneraciones de impuestos por 30 mil millones de pesos, facturan miles de millones de dólares, y el día en que el negocio no cuadra dejan en la calle a miles de dominicanos y dominicanas, les tiran bombas lacrimógenas, mientras los dueños tienen reposando sus ganancias.
Del mismo modo, quedó revelando que los salarios de la mayoría de los dominicanos no alcanzan ni para lo básico, y que más de la mitad de nuestra “población ocupada” lo hace buscándosela, pues el modelo económico no crea empleos suficientes, productivos, bien pagados ni de calidad. Algo similar vive ese 98% de micro, pequeñas y medianas empresas, y los profesionales independientes, aplastados por una montaña de privilegios y reglas desiguales aun cuando las crisis exigen repartir la carga.
Y quedó develado que no tenemos seguridad ni protección social. No contamos con un Seguro de Desempleo digno porque las cúpulas empresariales lo han impedido. Le llamamos “solidaridad” a administrar pobreza en vez de distribuir justamente la riqueza, para una población condenada a la supervivencia sin derecho a tener derechos, y que sólo merecerá “algo” si es que es lo suficientemente pobre como para “calificar”.
Las AFP se han revelado como una carga parasitaria a costa de las cotizaciones y el endeudamiento público, como las pruebas de COVID-19 han sido otro negocio de las ARS que dicen “cubrirlas” pero en realidad están facturándolas de los fondos de riesgos laborales, para que de sus ganancias con nuestras cotizaciones no se pierda un solo peso.
Y a la hora de decir y decidir quién paga la crisis, la única idea brillante ha sido la misma de siempre: que la pague la misma mayoría afectada, sea con sus fondos de pensiones, con lo que paga por su salud, con sus impuestos, o perdiendo su empleo y su salario.
Saquemos las lecciones.