Uno de los indicadores de salud más tenebrosos de la República Dominicana es la mortalidad materna. Según cifras del Banco Mundial, en el año 2017 (último año disponible), el país ocupaba el lugar 115 entre 188 países a nivel mundial. En la región de las Américas, le correspondía el puesto 24 entre 33 países, con 95 muertes por 100,000 nacidos vivos, frente a países como Chile y Uruguay, que tienen tasas de 13 y 17, respectivamente, con menos de 10 para la mayoría de los países desarrollados.

Una de las principales razones de esta mortalidad materna es la elevada tasa de embarazo adolescente. En efecto, según cifras de PNUD, las complicaciones en el embarazo y el parto son la segunda causa de muerte a nivel mundial entre las jóvenes entre 15 y 19 años.

En la República Dominicana, según datos del Banco Mundial, la tasa de embarazo de estas jóvenes en 2019 ascendía a 92 por mil, equivalente al promedio de los países menos desarrollados del mundo y muy similar al promedio del África Sub Sahariana.

Y esto en un país que es líder de crecimiento del PIB en la región de América Latina y el Caribe, por muchas décadas. Un país que ocupa alrededor del octavo lugar en términos de PIB per cápita en la región, muy similar al de Costa Rica.

Pero más tenebroso aún es el hecho de que estas estadísticas internacionales se refieren a las edades entre 15 y 19 años, cuando la realidad es que, según el Informe de Desarrollo Humano del PNUD del año 2017, el 22% de las niñas entre 12 y 19 años ya han estado embarazadas.

¿Cómo sucede esto? ¿Qué pasa con el perpetrador de abuso infantil que viola una niña? ¿Y que sólo algunas veces la embaraza? ¿Cómo puede alguien leer o escuchar con tranquilidad – y repito — que el 22% de las niñas entre 12 y 19 años ya han estado embarazadas en la República Dominicana?

Ante esta situación, que es un problema de salud pública de grandes magnitudes, existe en la sociedad dominicana una tolerancia, un mirar hacia otro lado. En los informes oficiales e incluso de organismos internacionales, se habla de “educar a las niñas” para que no “se inicien de manera temprana en la sexualidad”.

La verdad es que ellas “no se inician” ni tampoco una niña está en capacidad de tener una relación consentida, aunque ella misma así lo crea. Ellas son iniciadas por varones depredadores, por abusadores sexuales, por criminales que deberían estar presos, incluso si la familia de la niña “se la dio”, incluso si ella aduce que lo consintió – situación frecuente en casos de abuso sexual, donde se culpabiliza a la víctima.

Según cifras de UNICEF, el 29% de las de las víctimas de delitos sexuales reportados son menores de edad. Y fíjense que se trata de delitos reportados, cuando la mayoría de las uniones tempranas ni siquiera se tratan como delitos.

Hay en esto impunidad e hipocresía. Se tolera el abuso sexual de las niñas – la mayoría de los perpetradores no van presos – y se defiende el “derecho a la vida” de un feto producto de la violación y del incesto, aunque en ese proceso esté en riesgo la vida de la niña-madre.

No entiendo como Dios pueda estar de acuerdo con esta aberración.

 

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