La precariedad cultural de principios del siglo XX obligó a esos poetas a buscar sus propios referentes, para poder cantar, así fuera a la Ausencia. Sabemos, sin embargo, que el poeta no urge necesariamente de un ambiente
propicio para que surja esencialmente la creación del misterio. Los grandes espíritus poéticos son casi siempre ruptura o irrupción violenta con respecto a la tradición que los precede.
Fue, precisamente, a mediados de ese siglo, en 1949, que Enrique Lihn publicó su libro Nada se escurre, inaugurando una voz que habla del hombre en contacto con los elementos más cercanos y conflictivos de la vida, por
su alcance en el orden mítico, prelimilar del poema. En Lihn se da con extrema agudeza lo que Barthes llama "la fatalidad del signo literario" (1983): el escritor no puede trazar una palabra sin que ésta tome la manera o la pose
de un lenguaje ya hecho. De este modo, su poesía engendra en sí misma su propio enemigo: una conciencia que se autodevora y, rehuyendo todo drama, no puede evitar caer en el patetismo de expresarlo.
Lihn parodia, pero no puede escapar de parodiarse a sí mismo: critica los mitos de la poesía como entes absolutos. Apenas se da tregua: no hay posibilidad de reconciliación con el lenguaje o con el mundo, o entre ambos, que deje de cuestionar. Sólo que tras esa crítica extrema y aún obsesiva se percibe, como dice Guillermo Sucre, una exigencia mayor: La busca de una veracidad que no puede ser manipulada. Lihn desconfía del lenguaje y de
todas las tramas ideológicas que con él se han urdido. Sin embargo, destaca en su obra un final reconocimiento de la pasión que conduce al acto poético. En última instancia, la poesía tiene para él un valor liberador personal,
aunque no por ello menos absoluto.
No obstante se aleja un poco de aquellas ideas de objetivismo de los objetos consumados, para producir una fusión verbal del hablante con la máquina productora de múltiples imágenes. Se fusiona con la complejidad del mercado de mensaje o con el productor de subjetividad masiva, asumida específicamente por Juan Luis Martínez en su libro La nueva novela, de 1977.
Es un libro con variadas voces, cuyo montaje no es nada nuevo, puesto que se origina en las viejas vanguardias de principio de siglo: artefacto textual de deconstrución o pastiche visual aparentemente similar al pastiche postmoderno de las sociedades postindustriales. A través de un arsenal gráfico, de un sistema de citas y referencias, Martínez propone, según Eduardo Milán (1999), una lectura del mundo a partir de su complejidad. Ubicado
en un grado cero del significante, expresa una condición radicalmente temporal, por medio de un sutil desfile, irónico de iconografías prestigiadas por nuestra cultura.
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