Con ocasión del proceso de selección de los miembros de las denominadas “altas cortes” del año 2011, se suscitó una interesante discusión en torno a los límites que tendría el Consejo Nacional de la Magistratura (CNM) al ejercer las prerrogativas que constitucionalmente ostenta. En aquél entonces un buen número de juristas, entre los que me incluyo, abogábamos por un mayor y más eficaz control sobre estas potestades. Se hacía énfasis en la motivación que habría de acompañar a las actuaciones emanadas del citado órgano. Otros, sin embargo, se amparaban en una confusa y superlativa lectura del concepto de discrecionalidad —se referían a la “discrecionalidad política”— para justificar un infundado accionar del CNM. En otras palabras, que el obrar del CNM no precisaba siquiera de motivación: era una cuestión, según lo expresado en ese entonces y que todavía se sostiene, de “total discrecionalidad”.  Insistiré, pues, en la cuestión, movido únicamente por el ánimo de clarificar frente a la comunidad jurídica este tema de la discrecionalidad. Desde ya advierto que el desarrollo de estas ideas habré de realizarlo en varias entregas.

No obstante el carácter sui generis del CNM, las decisiones que desde este órgano se dictan no son sino el ejercicio de una función administrativa. Y sus resoluciones, por ende, no son más que simples actos administrativos, no importa cuán encumbrado sea el órgano de donde surjan; actos que se emiten de forma unilateral, que manifiestan una voluntad o juicio, dictados sobre la base de una potestad administrativa previamente atribuida por el ordenamiento jurídico y que producen efectos jurídicos inmediatos. En la muy variada tipología de los actos administrativos, se observa una clasificación de éstos según se trate de actos que se funden en una potestad reglada o una potestad discrecional. Y sobre esto último me referiré a continuación, puesto que no hay dudas de que, al momento de elegirse un candidato sobre otro, el CNM pone en práctica prerrogativas de naturaleza discrecional.

La discrecionalidad se define como lo que se hace “libre y prudencialmente”, a decir de la Real Academia Española. En el derecho administrativo se habla de un margen de apreciación atribuido jurídicamente a las administraciones públicas para elegir una opción entre otras también válidas (posibles). Una capacidad, en los términos citados por la doctrina, de “aplicar las normas de diferentes maneras en principio válidas, en función de las circunstancias o de estimaciones de oportunidad, de conveniencia para los intereses públicos o de valoración técnicas que a la propia Administración corresponde realizar” (Sánchez Morón, Derecho Administrativo. Parte general, p. 58). En otras palabras, contrario al carácter reglado de una potestad —en la cual solo es posible para la Administración elegir una única opción válida en términos jurídicos, una vez se constate el supuesto de hecho—, el poder discrecional comprende una libertad (A. Betancour) de decisión en el ejercicio de la función administrativa, libertad ésta que, claro está, encuentra límites en el propio ordenamiento de donde se origina.

No es sinónimo de arbitrariedad (T. R. Fernández), como tantas veces he repetido en las aulas. La arbitrariedad se entiende como la contrariedad “a la razón (…) producto de la mera voluntad o capricho del funcionario” (Cassagne). Supone, entonces, el desbordamiento manifiesto de las prerrogativas de la Administración: la ilegalidad manifiesta, podría decirse, como bien la doctrina lo plantea al referirse a la situación de amparo (A. Rivas) y sus presupuestos de procedencia, uno de los cuales lo es la “arbitrariedad de la actuación u omisión”, mismo que se observa en el artículo 65 de la Ley núm. 137-11 (modificada por la Ley núm. 145-11). 

No ha sido tarea fácil contener las peligrosas crecidas de los poderes públicos. El devenir histórico del derecho administrativo así lo atestigua. Lo discrecional era equivalente a lo inmune: el despliegue de las prerrogativas así entendidas estaba absolutamente exento de control. Ello comportaba —y comporta todavía en esos supuestos de exención— un peligroso campo para la arbitrariedad; un “refugio” para la desviación de poder, el abuso de autoridad, los atropellos estatales y las más aciagas injusticias practicadas desde el poder. No fue otra cosa lo que motivó al más insigne jurista iberoamericano del siglo XX, don Eduardo García de Enterría, nombrar su más importante opúsculo —en mi parecer— como “La lucha contra las inmunidades del poder en el derecho administrativo”. Una obra de cabecera para todo administrativista (la misma tuvo su origen en una conferencia dictada por García de Enterría en la Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona el 2 de marzo de 1962). Un pequeño extracto de ésta reafirma lo que he expresado con anterioridad: “La historia de la reducción de estas inmunidades, de esta constante resistencia que la Administración ha opuesto a la exigencia de un control judicial plenario de sus actos mediante la constitución de reductos exentos y no fiscalizables de su propia actuación, podemos decir que es, en general, la historia misma del Derecho Administrativo” (ob. cit. p. 35).     

Tampoco puede sorprender que el estudio de la discrecionalidad abarque categorías tan odiosas como las del acto político o de Gobierno, en cuyo nombre se perpetraron incontables arbitrariedades en la era posrevolucionaria. Injusticias que hallaron cobijo en lo que he tildado como la jurisprudencia de la supervivencia, pues fue la preservación del Consejo de Estado francés y de sus miembros —previo a su plena independencia lograda el 24 de mayo de 1872— la verdadera finalidad de una teoría sin ningún fundamento y que solamente garantizaba la imposibilidad de fiscalizar las potestades públicas. Más adelante volveré sobre ello. Por ahora importa resaltar cuán ardua ha sido la empresa de la reducción de la discrecionalidad hasta nuestros días.

Pero la discrecionalidad no es, de por sí, mala; por el contrario, es necesaria. Las Administraciones precisan también de un espacio de libertad en el desarrollo de las políticas públicas. La misma podrá manifestarse de muy variadas formas. Se habla de la discrecionalidad política, la técnica, la de planificación y la de gestión. De la discrecionalidad política —que es la que interesa por ahora— se afirma que es la más amplia y que su limitación en la sede judicial resulta difícil. En algunos casos es así. La designación de un ministro, por ejemplo, supone un acto administrativo de innegable discrecionalidad política. El presidente de la República puede designar a quien le plazca en el Ministerio de Relaciones Exteriores. La infracción al ordenamiento existiría si se designara a una persona que constitucionalmente no cumpla, por ejemplo, con la edad requerida para ser ministro. Tal previsión normativa no admite apreciaciones libres: se trata de un elemento reglado que opera cual reductor de velocidad en una autovía; un reductor de discrecionalidad, se diría. De ahí que hasta en lo discrecional se observan elementos normativos imperturbables (reglados) a cualquier ejercicio hermenéutico.

Sin embargo, éste —lo relativo a los elementos reglados presentes en el contexto de una decisión discrecional— sería uno solo de los distintos mecanismos de confinamiento de un poder público que históricamente se ha creído inmune al enjuiciamiento. En República Dominicana, el control del poder precisa aún de un largo periodo de maduración institucional. Se impone, pues, extirpar el razonamiento simplista prohijado por las Administraciones vernáculas de que en base a un “visto” o a la mención de que se ostenta tal o cual “facultad” se bendice cualquier arbitrariedad desde el poder. La buena administración, como principio y derecho fundamental, implica que la motivación sea la principal delimitación entre la discrecionalidad y la arbitrariedad: el “primer criterio de deslinde” (T. R. Fernández) entre ambos conceptos. Y la motivación cobra mayor relevancia en aquellos casos como los del CNM y la conformación de las “altas cortes”. Negarlo es involucionar a estadios felizmente superados en la historia.