Más de diez años después del terrible terremoto de Haití cuyo epicentro fue en su capital Puerto Príncipe que agravó una situación muy difícil en ese país que ya era considerado como un estado fallido, en el presente año no solo otro evento sísmico lo afectó sino un magnicidio que ha terminado de complicar las cosas, creando un panorama crítico de ingobernabilidad que ha aumentado el control de las bandas y sepultado los ínfimos niveles de institucionalidad que existían.
Si a esto se suma el impacto de la crisis mundial como consecuencia de la pandemia y el aumento de la demanda debido a la reapertura en la mayoría de los países y la recuperación al mismo tiempo de muchas economías, lo que ha disparado los precios de las materias primas y de los fletes y ha desencadenado un aumento de los costos de todos los productos y servicios, así como problemas de abastecimiento, la situación para Haití es muchas veces más delicada pues se ha quedado sin interlocutores legítimos para tomar decisiones institucionales, negociar soluciones y promover asistencias.
Para muchos este es un problema que puede ser visto con frustración, compasión, interés o desinterés, pero para la República Dominicana es un mal ajeno que afecta casi como si fuera propio, pues compartimos territorio y de forma inexorable todo lo que ocurre del otro lado de la frontera nos impacta, y los riesgos que se derivan de tan oscuro panorama político, económico y social son altamente preocupantes y superan las posibilidades de lo que como país en vías de desarrollo podemos afrontar.
El orden internacional obliga a respetar la independencia de cada nación en la toma de sus decisiones, aunque en circunstancias extremas se resienta que organismos internacionales no quieran o puedan hacer más para solucionar situaciones que desbordan los límites y que entrañan groseras violaciones a los derechos humanos y a todos los instrumentos democráticos. Y aunque es lógico y justificado que se apele a los denominados países amigos de Haití, principalmente a los Estados Unidos de América, Francia y Canadá para intentar encontrar una vía para salir del caos, no se puede perder de vista que esto tampoco sería la panacea pues los planes y programas de asistencia y cooperación realizados o auspiciados por estos países y otros de la comunidad internacional, no pudieron resolver el mal de fondo que afecta ese país, y que lo ha sumido en una crisis todavía peor de la que ya tenía.
Una lección fundamental que debemos extraer de esta crisis y otras cercanas, como la de Venezuela y la de Nicaragua, es que son los nacionales de cada país quienes pueden llegar a niveles adecuados de consensos y trabajar para echarlo adelante lo que harán florecer las ayudas o, cerrar filas, destruir las vías de entendimiento y socavar las instituciones y sumirse en la ingobernabilidad y la destrucción, y en tales circunstancias, por más presiones que pueda querer hacer una parte del liderazgo mundial, otra lo verá como la oportunidad de mermar el liderazgo de sus rivales, y en esa pugna entre titanes los únicos perdedores serán los ciudadanos del país en cuestión que tendrán que emigrar para buscar oportunidades o intentar sobrevivir ante la mirada misericorde o indolente del resto del mundo.
El orgullo que los haitianos llevan en su ADN como descendientes de la primera revolución de esclavos del Nuevo Mundo, ha sido liberador y verdugo de su propio destino, pues dictadores, líderes populistas y otros actores han jugado a confundir a su población vendiéndoles como cuestión de altivez acciones demagógicas para obtener beneficios personales, que han sumido más en la pobreza a muchos que por ignorancia han aceptado que se ahonde más su desgracia.
Las condiciones de una tormenta perfecta están dadas en Haití y nuestras autoridades hacen bien en tomar acciones para proteger nuestras fronteras y promover la atención de la comunidad internacional, pero no podemos perder de vista que durante muchos años se ha jugado a la política con la relación entre ambos países, allá como aquí, y que más que nunca debemos tener la capacidad de comprender la seriedad y complejidad de una cohabitación obligatoria, que nos obliga a decidir, actuar y comunicar en aras de encontrar reales soluciones.