Ahora todo se documenta. Y eso es una maravilla. Los días, los amores, la familia, las salidas, la comida, los estudios, la vida misma. Un fenómeno social prácticamente no existe si no se documenta visualmente; una nota de prensa no está completa sin las fotos que la sustenten; una denuncia adquiere más peso cuando demuestra los hechos con fotos o documentos; nada se vende si no lleva una foto; un testimonio dice muy poco sin un retrato.
Lo que demandan los tiempos ha elevado el nivel de la comunicación en todos sus ámbitos y los niveles de detalles y minuciosidad nos han vuelto más rigurosos. La gente quiere ver las cosas y vivir la experiencia casi como si estuviese allí, donde cuenta el texto. Uno lo espera de quien escribe y lo anhela de sí mismo con la esperanza de que cuando vuelva a leer sus textos o mirar sus fotos, se sienta de vuelta en aquel lugar y viva una vez más aquel momento. Atesorar y rememorar.
Yo, periodista de oficio y de alma romántica, procuro siempre documentar mis momentos. Algunos los comparto y la mayoría, los guardo para la intimidad, para los años. Sobre todo porque el tiempo me ha demostrado el valor de esos recuerdos y la calidez que le dan a la memoria cuando uno los revive con fotos.
Se trata de un equilibrio muy fino y el ojo perfecto para uno reconocer el encanto del momento que sí merece ser documentado y cuáles otros, se respetan y no se documentan. Uno no anda tomando fotos a absolutamente todo y hay momentos que se guardan exclusivamente para el alma. La vida no es un reality show.
Hace un par de años, mi sobrina Sarah Amelia, se fue de paseo a surfear a Hawaii. Un destino que en mis tiempos de muchachita, solo se veía en películas o en los muñequitos. Así que, imaginen la emoción de saber que mi muchacha, a la que vi nacer, iba a Hawaii a hacer una de las cosas que ella más disfruta.
Era casi como si me hubiese ido con ella de contrabando en alguna maleta. Y es justamente lo que me pasa cuando veo a gente mía que comparte sus fotos de viaje. Me las disfruto muchísimo. Para mí, es como leer un buen libro, de esos que son capaces de dibujarte mentalmente lo que cuentan; las fotos me hacen sentir ahí.
Recuerdo que un par de días después de Sarah estar en Hawaii le escribí para saber cómo la pasaba, si se divertía, si era verdad que había buenas olas y si había tomado fotos. Su respuesta, tanto tiempo después nunca la he olvidado y la acuñé como mía cuando la ando pasando tan bien, que no me ocupo de tomar fotos y prefiero guardar esos momentos para el alma, “dejé el celular en el hotel, estoy tomando fotos con los ojos”.
Pocas veces en mi vida me había topado con tanta genialidad, libertad y desenfado en una sola respuesta. Me encantó, tanto así, que lo llevo a cabo como un ejercicio emocional y consciente de ello, suelto el teléfono en esos momentos maravillosos y me entrego a disfrutar. Me la juego, porque cuántas veces se ha lamentado uno de no haber tomado la foto. Pero entre la foto y el disfrute pleno, me quedo con tomar fotos con los ojos.
Hay momentos y lugares tan hermosos, tan memorables, tan perfectos, que un teléfono o una cámara, sobran. Que aunque no quede la foto ni el video, quedan en la memoria para la eternidad y para ser contados. A veces hasta con cierta complicidad.
Encuentren ese equilibrio mágico perfecto y el ojito sabio para distinguir los momentos que sí merecen una foto y los que se guardan para el alma.