El inicio de la docencia este año trajo consigo un toque hermoso de nostalgia y alegría que ha invadido mi corazón. Mis hijos se despidieron con amor del cálido Maternal Montessori, cerraron un bellísimo ciclo en el que junto a todos los maestros dieron los primeros pasos en el ensayo de enfrentar lo que la vida les aguarda y se ocuparon de atesorar valiosos amigos y recuerdos que durarán una eternidad en su memoria y su corazón.
Se cierra un ciclo y con él se abren las puertas de una nueva etapa en la vida de mis hijos y de toda la familia. Vaya compromiso el que reposa sobre los hombros y el bolsillo de cada padre y madre a la hora de elegir no sólo un nuevo colegio, sino lo que se convertirá en una fuente de saber y un hogar de aprendizaje en el que pasarán largas jornadas del día, despertando el conocimiento y construyendo amistades, sueños y esperanzas. Lograr aquello sin quedarnos cortos de sábanas cada noche para arroparnos, no es tarea sencilla.
Yo por un lado, repleta de anhelos con mis hijos, esperanzada en hacer de ellos gente de bien y con el corazón inflado de tanto querer lo mejor para ellos. De otro lado, mis hijos, listos para emprender con ansias el nuevo reto que les ofrece el eterno aprender de la vida, llegaron a Escuela Nueva.
Hablar del Colegio Escuela Nueva es hablar de la escuela de la familia. Allí, todos mis hermanos y yo gozamos del privilegio de hacer de aquel dulce plantel nuestro hogar sin condiciones. Un lugar seguro en el que siempre había abrazos, sonrisas, enseñanzas, lecciones de vida, solidaridad, dulzura, valores, respeto y de una manera muy especial, libertad. Allí todos fuimos iguales y las diferencias no existieron jamás.
Mis hermanos, Juan Miguel y Yenny, ostentan con orgullo el hecho de haber pertenecido al grupo de estudiantes fundadores cuando en 1973, en medio del oscurantismo de aquella época y bajo el reacio régimen de Los Doce Años del doctor Balaguer, la tía Purita Sánchez y tía Magaly Pineda junto a otras maestras de un valor y una valentía incalculables, dieron el salto y fundaron la Escuela Nueva.
Una escuela innovadora, revolucionaria, que más allá de graduar estudiantes se ha dedicado desde siempre a formar ciudadanos. Emprendiendo la labor, sin descansar, de entregar a la sociedad jóvenes más creativos, más democráticos y con un alto sentido crítico y real de la vida. Los resultados están ahí, en tantas generaciones de muchachos de bien que han salido de allí, en la continuidad de una escuela que ya lleva en su labor más de 40 años desafiando a una sociedad tan cambiante como la de hoy y en los que como yo, regresamos allí para entregar la valiosa herencia de la Tía Purita a quienes desde ya se convierten en el relevo.
Hoy, tantos años después, Escuela Nueva sigue siendo aquel refugio cálido en el que la cercanía habla de Tías en lugar de profesoras; en el que el color del calzado, la mochila o el corte de pelo no definen a una persona; en el que la competencia más allá de los límites saludables, simplemente no tiene cabida y en el que la merienda es el espacio para compartir y no para competir.
Allí sigue reinando el mismo ambiente amoroso que la Tía Purita conquistó a golpe de cariño y que logró que su hogar fuera el hogar de todos, sin condiciones y sin horarios. Los muros de aquella casa rosada que se confundía entre la misma escuela, no conocieron límites dentro del plantel; las puertas de aquella casa nunca se cerraron; los emblemáticos muebles de mimbre siempre se brindaron; la escalinata que siempre nos recibió y que se hacía interminable ante nuestros ojos y la inocencia que adornaba a aquellos años y que hoy de la mano de mis hijos me parece tan pequeña; el olor a pan camarón y jugo de limón que repartían cada mañana a las diez casi como un acto noble de justicia; los días de helado que se esperaban con ansias y con entusiasmo; la libertad que se respiraba entre danza, teatro, música y deportes; todo eso habla de un hogar más que una escuela.
Los pinos, donde vivimos tantas emociones y que sin duda alguna, deben guardar algo del espíritu y el alma de todos los que hemos pasado por allí y que hoy, tantos años después, uno de ellos aún sigue en pie como un soldado que se resiste a abandonar sus compañeros en el campo de batalla de la vida y en cambio se queda erguido como cuidando que los sueños de todos sus hijos se hagan realidad, es sin duda alguna una muestra de que allí las cosas buenas como el alma de la Tía Purita duran la eternidad.
Regresar a Escuela Nueva a reencontrarme con una parte de mi corazón que nunca se ha ido y repasar aquellos años en mi memoria, me hacen sentir una mujer inmensamente dichosa de haber conocido y haber gozado del cariño y la entrega de la Tía Purita. Recordar la entereza, la dignidad, la fortaleza y la valentía de una mujer que en esa misma medida se entregaba a nosotros con aquella dulzura, con un corazón alegre, con nobleza y humildad, con una vocación desbordante que la delató en cada acto de entrega y dedicación con todos sus sobrinos y sin distinción, me devuelve la fe y renueva los ánimos para seguir llevando con orgullo la antorcha de Escuela Nueva y ceder el turno a mis hijos.
Aquí van mis hijos, eterna Tía Purita. Ellos, de la mano de la Tía Karina y todas las tías y tíos que aún siguen haciendo de Escuela Nueva el hogar que nos regalaste, tienen el inmenso compromiso de relevarme en estas líneas, quizás como yo veinte y tantos años después, pero con el mismo orgullo y la misma alegría que me invaden el corazón al escribir sobre ti, tu memoria, mis recuerdos, tu legado y tu valor.
¡Por siempre, Tía Purita!