Cuando el guardia Manuel Emilio Báez huyó hacia Pedernales y se sublevó en el Baoruco, en 1952, ya estaba “muerto”. Llegaba con la etiqueta oficial de haber violado dos mujeres, aunque en el pueblo  se rumoreaba que estaba sentenciado a morir por desafección al tirano Rafael Leónidas Trujillo Molina y su régimen (1930-1961). Comoquiera, el poder tenía que mandar un mensaje contundente a la milicia para que el hecho no se repitiera.

El gobierno montó un espectáculo para capturar a un solo hombre armado con un fusil. Le atribuían una capacidad de fuego sin precedentes y poderes mágicos para pasar inadvertido y escapar de cualquier cerco por poderoso que fuese. El desplazamiento militar era continuo. Hasta los ruidosos aviones P-51 sobrevolaron y bombardearon en la periferia del pueblo y en la misma sierra donde, en 1519, el cacique taíno Enriquillo (Guarocuya) se había levantado contra los españoles en reclamo de sus derechos. 

Desde su escondite, Manuel bajaba al pueblo siguiendo kilómetros de veredas. Allí se avituallaba y regresaba como un fantasma, sin que “nadie le viera”. El colmado de Enerio, en la Duarte arriba, camino de la loma, era el ideal para él. Estaba en la ruta. Ya la Seguridad del Estado sanguinario le había cogido la seña y le había puesto un servicio de dos guardias.

Él llegó un día y, como si nada, encañonó a la patrulla. Exigió al colmadero que le despachara salchichón, pan y mantequilla. En un santiamén, éste le atendió. Él agarró sus alimentos y comenzó a caminar de espaldas, siempre apuntando con su arma a los guardias. Y se perdió en la distancia. Entonces –cuentan–, con el “corazón en las manos”, los militares tiraron hacia arriba para simular un intercambio de disparos con el fugitivo. Hasta ese día fueron guardias.

Dicen que algunas personas del pueblo le suministraban alimentos a Manuel. Como respuesta, el régimen ordenó custodiar hasta los vaqueros que iban cada amanecer a ordeñar sus vacas.

TE PERDONO

Arriba, bajo el fragor de la persecución, se encontró cara a cara con quien él consideraba su mejor amigo en la guardia. Después del saludo, le increpó: “Si me vienen a buscar aquí, tú me delataste, y ten por seguro que no te lo perdonaré nunca”.

Lo dejó marchar, pero no confió.

El sublevado optó por vestir un árbol con su chamaco y colocar el casco en la parte superior para representar su figura. Y se escondió cerca. Minutos después, llegaba un grupo fuertemente armado, dispuesto a eliminar a Manuel. Su “mejor amigo” venía al frente, como guía. Manuel lo tenía en la mira. Fue el primero que cayó con un tiro en la frente.

Barraco o Jenaro Pérez no corrió la misma suerte. Al encontrarse frente a frente, Manuel le advirtió: “Van dos vece. Te voy a perdoná porque ere un padre de familia, pero a las tre, no te la perdono”. Y lo despachó. Él se escurrió por el bosque.

Después de eso, el pintoresco Jenaro vivió hasta los 82 años en una competencia a quien se muriera primero con su vecino y amigo de tragos Benigno Pérez “Coñito”. La perdió pero dejó un río de cuentos que aun suenan y su familia sembrada en el pueblo.

Manuel seguía asediado por aire y tierra. Cuentan que le había infligido varias bajas al Ejército y, por ello, sus horas estaban contadas. Pronto fue interceptado. Le habían herido de un balazo en el vientre y lo llevaron, desangrándose, hasta la fortaleza. En el suelo, uno de los verdugos que le interrogaba, le pegó una patada en el estómago. Anteponiéndose al dolor intenso, él respondió: “Solo así te atreve, solo así me da. Dame una pistola y vamo a ve el que muere primero”.

En eso, llegó un telegrama del Jefe, ordenando que “no maten a ese hombre, que con diez como él, tiene la Seguridad del Estado”. Llegó tarde el mensaje de “arrepentimiento” del tirano.