Parafraseando el poema de Pedro Mir se podría escribir:  hay un país en el mundo situado en una intersección de fenómenos naturales extremos y perseguido por una letanía cíclica de catástrofes naturales y sociales.

Este país está colocado en la ruta de innumerables huracanes y en medio de un vasto sistema de fallas geológicas que resultan del movimiento de la placa tectónica del Caribe, que se desplaza lentamente hacia el este en relación a la enorme placa norteamericana y atraviesa la isla La Española.

Catástrofes naturales entrecortadas de catástrofes políticas, tal es el ecosistema actual de Haití, el país más pobre de América Latina que fue una vez la más próspera colonia francesa contribuyendo de manera decisiva al enriquecimiento de su metrópoli.

Su independencia, en 1804, no solo costó lágrimas y mucha sangre, también costó mucho dinero. Unos veinte años después de su gesta liberadora Haití  se vio obligada a aceptar pagarle a Francia una compensación de 150.000.000 francos (unos US$ 21.000 millones de hoy), para que la antigua potencia colonial la reconociera como país independiente. Este pago, llamado históricamente deuda de la independencia, gravó de manera significativa el futuro de la joven nación.

En la mañana del pasado sábado 14 de agosto, las sacudidas de un fuerte terremoto sorprendieron una población que no había todavía curado las heridas del poderoso seísmo del 2010, con el agravante que, hoy en día, el fenómeno se dio en un país que se encuentra en una situación aún más vulnerable que hace once años.

Haití está frente a una crisis socio politica sin precedente. Esta se expresa a través de una inseguridad extrema provocada por la acción de bandas armadas, los gangs, con su secuela de secuestros y asesinatos con un telón de fondo de crisis alimentaria y miseria extrema.

Conectada directamente a esta trama aparece la indigencia e irresponsabilidad de la clase gobernante haitiana, que ha sido apoyada por la llamada comunidad internacional, junto al reciente magnicidio del presidente Jouvenel Moïse y la existencia de un gobierno interino que no facilita la logística de emergencia indispensable para atender los damnificados de la nueva catástrofe.

El fenómeno sísmico tuvo su epicentro en el suroeste haitiano, una región pauperizada, mal comunicada, con servicios de salud más que deficientes. De nuevo circulan imágenes de iglesias, negocios, casas que se desplomaron entrampando a cientos de personas debajo de las losas de hormigón, reduciendo algunos pueblos a escombros. Los muertos al momento de escribir estas líneas pasan de 1500.

Está comprobado que existe una estrecha relación entre pobreza, mala gobernanza y vulnerabilidad. Los efectos de un terremoto de misma amplitud no son los mismos en Japón, donde el bienestar económico permite una prevención que no se puede poner en práctica en Haití ni en los sectores desfavorecidos de la República Dominicana.

Las condiciones socioeconómicas extremas, las aglomeraciones urbanas, la falta de ordenamiento, el deterioro ambiental, las construcciones precarias fabricadas con materiales de mala calidad, la debilidad del Estado, determinan la amplitud del desastre en la misma proporción que la actividad sísmica.

Lo que acaba de suceder en Haití es una voz de alarma para todos los países de rentas medias colocados en trayectorias hoy más peligrosas que nunca a causa del cambio climático.

Favorecidos hoy por las circunstancias, no podemos mirar a nuestro vecino y primer socio comercial de brazos cruzados.

El respaldo de la sociedad civil se ha puesto de inmediato en movimiento para organizar campañas de recolecta de ayuda.

La solidaridad tiene un modelo a seguir en el generoso respaldo que dispusieron, en 2010, el pueblo y el gobierno dominicanos.

Por haberlo vivido, recuerdo la Plaza de la Salud llena de heridos que fueron salvados por la diligencia de eficientes cadenas de apoyo que se constituyeron para salvar vidas. Es responsabilidad de todos como ciudadanos y seres humanos ser empáticos al dolor de los demás.