Vivimos tiempos de indignación. En la calle o en las redes sociales, a través de campañas on line o ocupando espacios públicos, la gente protesta y se activa a favor de determinadas causas sociales o políticas. Saltándose la que se supone disfuncional representación política y haciendo caso omiso de la autoridad de los expertos, el ciudadano de a pie, sin necesidad de permisos ni de especiales competencias, y aprovechando las oportunidades que presentan las nuevas tecnologías de la información, confronta a los poderes insensibles y se indigna junto con quienes comparten su misma irritación ante determinados males sociales.
¿Qué significa esto? ¿Qué implicaciones tiene esta indignación generalizada para nuestras democracias y para la teoría democrática? ¿Sustituye la indignación social la vieja política de los representantes y la oligarquía de hierro de los partidos? ¿Estamos en presencia de una forma alternativa de hacer política, de una “contrademocracia” o de una no-política? ¿Basta la indignación para lograr los cambios sociales, transformar la sociedad y arribar a un mundo más igualitario, justo y solidario? ¿Está presente aquí un nuevo poder constituyente con un nuevo titular que sustituye al viejo pueblo y que hoy se encarna en la multitud de Hardt y Negri? ¿Emerge de esta indignación una nueva ciudadanía considerada soberana a lo Schmitt en la resistencia y no en la aburrida, gris y tediosa normalidad democrática?
Estas son las preguntas que debe responder una teoría política de la indignación como tarea pendiente de la filosofía política y de la sociología política y que en modo alguno debe confundirse con una teoría política del resentimiento. Y es que, como bien señala Simón Arroyo, “no hay que confundir el resentimiento con la indignación moral, el primero es una pasión que nace de la reactividad y del odio, mientras que el segundo surge de la afirmatividad y del amor. Por amor a todos los hombres, por filantropía, nos irritamos moralmente contra los racistas de toda calaña y condición, mientras que es por odio a todos los hombres, por misantropía, que el racista se resiente y se irrita cuando las gentes de color acceden a una condición de igualdad con respecto a él. El resentimiento es narcisista y sólo piensa en sí mismo, mientras que la indignación moral es altruista y sabe pensar en los demás y ponerse en el lugar de los demás”.
Una teoría política de la indignación debe partir de una realidad innegable: los ciudadanos se han desencantado de la política partidista y han volcado sus energías a formas no convencionales de política, a la “alter-política” o política alternativa. Pero lo cierto es que las formas alternativas de política (protestas, escraches, movimientos sociales, etc.) resultan muchas veces simple asilo nostálgico para los exiliados de la política tradicional. Por si esto fuera poco, la calle puede ser peor que la política tradicional: más reaccionaria, más irracional, más autoritaria. La superación de la política convencional no tiene ideología: puede ser tanto de izquierda como de derecha. Y lo que es peor: la política alternativa muchas veces es monotemática y alérgica al dialogo, al compromiso, a la transacción propia de la política democrática basada en adversidades temporales y no enemistades permanentes. La razón institucional es sustituida entonces por la “razón populista” (Laclau). Ante esta situación, y como bien señala Daniel Innenarity, no es de extrañar que muchos entiendan “que una cierta apatía política es una buena señal”, pues “forma parte de la normalidad democrática un cierto aburrimiento y la agitación política muchas veces no presagia nada bueno”.
¿Y qué de la indignación digital? ¿No son las redes sociales el medio que más ha potencializado el impacto político de la indignación? El diagnóstico no es menos desalentador aquí que con respecto a la indignación callejera. Ya lo dice el filósofo alemán de origen coreano Byung-Chul Han: “Las olas [digitales, EJP] de indignación son muy eficientes para movilizar y aglutinar la atención. Pero en virtud de su carácter fluido y de su volatilidad no son apropiadas para configurar el discurso público, el espacio público. Para esto son demasiado incontrolables, incalculables, inestables, efímeras y amorfas. Crecen súbitamente y se dispersan con la misma rapidez. En esto se parecen a las smart mobs (multitudes inteligentes). Les faltan la estabilidad, la constancia y la continuidad indispensables para el discurso público. No pueden integrarse en un nexo estable de discurso. Las olas de indignación surgen con frecuencia a la vista de aquellos sucesos que tiene una importancia social o política muy escasa. La sociedad de la indignación es una sociedad del escándalo. Carece de firmeza, de actitud. La rebeldía, la histeria y la obstinación características de las olas de indignación no permiten ninguna comunicación discreta y objetiva, ningún dialogo, ningún discurso […] La actual multitud indignada es muy fugaz y dispersa. Le falta toda masa, toda gravitación, que es necesaria para acciones. No engendra ningún futuro”.
Ante este panorama y en medio de la moda de panfletos que nos exhortan a indignarnos y comprometernos urgentemente como ciudadanos, quizás sea el momento, como recomienda Zizek, de invertir la tesis 11 sobre Feuerbach de Marx ("los filósofos, hasta el momento, no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, ahora de lo que se trata es de transformarlo”) y, bajo el lema “!no actúes, solo piensa!”, pensar detenidamente y en toda su complejidad primero el mundo para poder así transformarlo real y efectivamente.