“No se nos otorgará la libertad externa más que en la medida exacta en que hayamos sabido, en un momento determinado, desarrollar nuestra libertad interna”. Mahatma Gandhi
Con los hijos uno aprende muchas cosas. Lo primero, es que ellos pasan, queramos o no, a ser nuestros maestros después de haber sido nuestros alumnos. Una de las tantas lecciones, es aprender a quererlos sin privilegiar a unos frente a los otros. Aceptar además, que ellos son tan diferentes a nosotros, y tan diferentes unos de otros. Por demás está, saber que tenemos que promoverlos tales cuales son. Ahora, no olvidar el tener que promover y auspiciar un espacio de equidad y justicia en nuestras relaciones: a cada quien según su necesidad, para recibir; y a cada quien según su capacidad para dar y asumir responsabilidades.
Está bien claro, como un principio fundamental, que ellos tienen derecho a la diferencia, sin tener que negociar los valores y principios que se han modelado en casa. Esto les permitirá sobrevivir a la masificación que en todo se nos quiere imponer, por todos los medios.
Sé, que he tenido el privilegio, y lo agradezco a las circunstancias de mi tiempo, de luchar constantemente por no ser parte del montón. Un montón que crean las sociedades, donde están los individuos que son manipulables, que son hermanos de la serie de los robotes. Y me he convencido, con un costo altísimo de incomprensiones y hasta de persecuciones perversas, no ser del montón en ningún ámbito de mi vida, ni como ser humano, ni como hijo o ciudadano, ni como padre de familia o profesional, ni como parte de las instituciones en que le sirvo a mi país.
Estoy convencido también, que no causa sorpresa a nadie, el que la mayoría de personas a nuestro alrededor, no se cuestione nada, y prefiera vivir como las bestias domesticadas esperando la orden de los amos o de los capataces. Les da pánico pensar con su propia cabeza y se sienten impotentes poder actuar sin recibir una orden. Cumplen al pie de la letra, las conclusiones de Pavlov, sobre el comportamiento condicionado.
Ser diferente es molestoso, lo sé. No ajustarse a lo que todo el mundo se ajusta, causa dolor de cabeza a quienes te piensan como bicho raro o como dinosaurio en extinción. Y causa, cierto nivel de soledad y aislamiento al que lo asume. Pero, lamentablemente, los que se han ajustado al ritmo de la sociedad en cualquier época no han producido cambios de ningún tipo. Los que se ajustan a todo sin cuestionar, los obedientes a los esquemas planteados por otros, “los burros no cambian la sociedad”, reflexiona el padre López Vigil. Los cambios y los procesos de desarrollo lo asumen un pequeño grupo de disidentes. Preguntémosles a los artistas, pensadores, científicos, estadistas, políticos…si estoy equivocado. Sería bueno echar una miradita a Mendel, Gandhi, Jesucristo, Bolívar, Neruda, Mandela, Chávez, Fidel, Márquez, Marx, El Che… y otros tantos.
Los que se sienten del montón, siguen al montón, porque esa es su escuela. Ser diferente no es simular ser diferente y ser entonces igual a los demás en la práctica. Ser diferente es ser percibido como diferente por los demás. Lo diferente se nota en los compromisos asumidos, en la coherencia entre el pensar, decir y el actuar, entre el aspirar y no aspirar y el convivir. Ser diferente es vivir diferente sin tomarse en serios que se es diferente. Bueno, “tener sus tretas, artimañas y mañas para entrar a palacio por la puerta de servicio, dejar los alacranes venenosos y salir como si nada”, a decir del escritor chileno Pedro Lemebel.
A muchos les hubiera resultado más cómodo, no tener que pensar con su cabeza, ni emitir juicios y opiniones que a veces causan molestias a algunos amigos y los acostumbrados enemigos gratuitos, que nos ganamos en el oficio de no ser marionetas y no ser parte del paquete social “todo incluido”. Por ser diferente, no vamos a citar las puertas que se les cierran a uno en la cara, las oportunidades que se pierden, las espaldas de los conocidos y de algunos amigos que se alejan o que se vuelcan en colaboración alquilada a favor de las tramas perversas que tejen sin cesar y sin resultado alguno, los brujos y hechiceros, comprometidos con la pocilga social. Pero satisface que se abren también, algunos callejones y callejuelas de una solidaridad minúscula, no por eso débil, que se junta a un pelotón de luciérnagas tiernas que alumbran las oscuridades más oscuras, para caminar en la noche, ya que “mientras más oscura se hace la noche, más cerca está el nuevo día”.
Reitero en este escrito, la gran lección que aprendí y que de nuevo comparo con mis lectores: “un día se le acercó un servidor del rey y le dijo a Diógenes: si tu sirvieras al Rey, no tendrías que estar comiendo lentejas; y Diógenes le contestó: si comieras lentejas no tendrías que estar al servicio del Rey”. La gran lección: es preferible la libertad de comer lentejas que te da libertad de no tener amos, a vivir bajo la sumisión, la dependencia, la humillación de quienes pretenden manejarte desde su prestigio, con un pedazo de pan y vino en una corte cualquiera, en cualquier parte.
Amo la libertad de comer lentejas, a que otros decidan por mí. Amo el sabor de unas lentejas a tener banquetes pero con amos: “prefiero morir de pie que vivir de rodillas”, ya lo dijo José Martí.