Cuando se pone en una balanza el número de víctimas de la desigualdad  y el aparente progreso del país, no sólo no hay equilibrio sino lo primero supera en mucho a lo segundo. El cambio entre estos extremos cuestiona la ética del progreso y de la democracia.

Hoy día, impulsados por los Objetivos y Metas del Desarrollo Sostenible, muchos países están prestando especial atención a las desigualdades “extremas”, es decir, aquellas desigualdades que más perjudican el crecimiento económico equitativo sostenible y que minan la estabilidad social y política.

En las “democracias distraídas y simuladas” como la nuestra se hace más énfasis en la inversión en “progreso” que en la reducción de la brecha entre ricos y pobres, que si bien son consecuencia de fuerzas económicas, también se deben a políticas gubernamentales que han corrompido y mercantilizado la democracia.

La desigualdad es una consecuencia del fracaso de nuestra democracia y por tanto una crisis del Estado,  que se muestra incapaz para actuar como interlocutor eficiente de la mediación social, como regulador de la economía y como garante de la seguridad.

No puede haber “progreso oculto”. Tiene que hacerse visible en toda la  sociedad. El progreso para unos no puede suponer la negación del progreso para otros. El progreso debe ser asumido como calidad de vida para todos y no sólo para los que tienen el dominio económico y político del progreso.

El progreso de un país es esencialmente “progreso social” y conlleva a la afirmación  de que el crecimiento económico no es el único factor determinante de la calidad de vida. Siendo que el progreso social se considera como “la capacidad de una sociedad para cumplir con las necesidades básicas de los ciudadanos, establecer estructuras que permitan a los ciudadanos y comunidades lograr y sostener su calidad de vida, y crear las condiciones para todos los ciudadanos de desarrollar todo su potencial”.

Las bajas calificaciones en el Indice de Progreso Social de los últimos tres años que colocan al país en un lugar medio bajo entre un número de 133 países es una muestra de que  estamos más cerca de la desigualdad que del progreso.

Más allá de las fantasías económicas que pintan organismos nacionales e internacionales como pruebas del “nuevo progreso dominicano” está la realidad que padecen millones de dominicanos tales como el desempleo,  pobreza extrema, carencia de agua potable y de energía eléctrica, alto costo de la canasta familiar y de los combustibles,   el deterioro de los servicios hospitalarios y de salud, muertes de recién nacidos, niveles de anemia, salarios insuficientes y poco decentes, falta de seguridad ciudadana, muertes por accidentes de tránsito y otras tantas señales de “no-progreso”, que  nos pone ante la interrogante: ¿tenemos en el país más desigualdad que progreso?  ¡Ojalá que la respuesta sea honesta!