El mundo antiguo nunca volvió a ser igual después de la peste antonina. El mundo medieval nunca volvió a ser igual después de la peste negra. El mundo nuestro probablemente volverá a ser igual después de la pandemia de coronavirus. Los antiguos y los medievales aún podían cambiar, para mejor o para peor. Nosotros, en cambio, ya no podemos. Nos hemos agotado. No sólo hemos perdido ya toda capacidad de asombro: también toda voluntad de cambio o mejoría.
La capacidad de autoengaño del ser humano es infinita. Uno escucha hablar a la gente de tantas cosas absurdas, les escucha decir y repetir tanto que el mundo ya no volverá a ser el mismo después de esta pandemia, que no volveremos a ser los mismos, que nuestro estilo de vida cambiará de forma drástica, que uno no puede impedirse una sonrisa descreída. Uno escucha hablar tanto y con tal insistencia del mundo de la “pospandemia”, como si ya hubiésemos rebasado el mal presente, que a uno le da por pensar que todo esto sólo son palabras vacías en los labios de quienes las pronuncian. Estamos acorralados por un virus nanoscópico, amenazados por un enemigo invisible, lastrados por una catástrofe global que recién empieza a causar estragos, y ya queremos especular sobre el mundo inmediato por venir. Es una necedad: instalados en el centro mismo del desastre, queremos saber lo que vendrá tras el desastre. ¿Acaso podemos saber con certeza qué tipo de mundo saldrá de la pandemia?
Nos preocupa demasiado, nos obsesiona volver a la normalidad, al mundo tal como lo conocíamos, a nuestras vidas de antes del virus. Creemos falsamente que la pandemia viral es el problema. Con su danza de la muerte, nos azota y nos diezma, pero ella no es el problema, incluso si nos niega los besos y los abrazos. La pandemia es sólo un paréntesis, una pausa global, un tiempo de suspensión entre dos tiempos, un mal entre otros dos males: la normalidad que dejamos atrás y la normalidad a la que ansiamos volver.
Después de la pandemia, el mundo volverá a ser el mismo de siempre: perverso, injusto y desigual. Cierto: habrá un fuerte impacto en la economía global, pero nuestro estilo de vida no cambiará para nada. Seguiremos siendo esclavos del consumo y depredadores de la naturaleza. Puede que nuestros hábitos y protocolos sanitarios mejoren, convirtiéndonos en maniáticos de la limpieza, en seres ridículamente asépticos. La humanidad seguirá siendo la misma: inclemente, malvada y egoísta. Solo algunos, unos pocos, habrán comprendido mejor. Nada más. El mundo volverá a ser el mismo, pero ahora podrá comprenderse mejor.
¿Encerrar y vigilar? El encierro doméstico confirma el acatamiento de las leyes y ordenanzas del Estado, y niega provisionalmente cualquier asomo de socialidad. La dicotomía entre lo público y lo privado desaparece. Lo público es ahora el espacio a evitar a toda costa, al menos por un buen tiempo, por temor al contagio del virus. Lo público, lo social, es ese espacio temporalmente cerrado hasta nuevo aviso. Y sólo queda lo privado, lo íntimo, el espacio de la reclusión, pero no de la acción.
Tedioso, asfixiante, insoportable, el aislamiento preventivo ha hecho posible cultivar la reflexión, la creatividad, incluso la solidaridad a distancia. Sin embargo, desde ese reducido ámbito individual no es posible fraguar una acción colectiva, coordinada y solidaria capaz de producir cambios significativos. La cuarentena no es una mera "experiencia" o "vivencia" más: es una experiencia límite. Y son las experiencias límites las que nos hacen cambiar. Pero si esta experiencia no nos hace cambiar, si no nos lleva a revisarnos y a cuestionar radicalmente el mundo en que vivimos y morimos, de nada habrá servido, de nada la habremos vivido.
No es la pandemia lo que nos individualiza y aísla a unos de otros. Es el modelo de sociedad y su estilo vida enfermizo los que vienen haciéndolo desde mucho antes. Es el "sálvese quien pueda" neoliberal desde que cayera el Muro de Berlín hace treinta años. Es el mundo que exalta el afán de lucro y el éxito individual por encima de todo, que niega la solidaridad y elimina las redes de seguridad social, fomentando la injusticia y la inequidad, convirtiendo la salud, la educación y la cultura de los pueblos en meras mercancías.
Al atormentado doctor Rieux de la célebre novela La peste, de Albert Camus, le interesaba ante todo la salud del hombre y no la salvación del alma. El médico no podía ir tan lejos. Nosotros, los de este siglo, hemos perdido el alma y estamos a punto de perder también la salud.