La agonía florece, a diario. Las dimensiones infinitas del espacio duermen a diario; gira el mundo a un costado del cielo ¿Qué ofrece el mundo en lo continuo? ¿Qué más representa en la luz? ¿Existe un fin por ser visto?
Ayer quise recuperar la vivienda de mis sueños; estaba en una embarcación a solas, dispuesta a renacer en un alga con piel de roca viva; evocaba las columnas que tenían brazos ondulantes para su adoración, me recreaba en el nacimiento de una rosa llamada felicidad, porque era ella el instante mismo.
Dios había cerrado sus ojos para que el crepúsculo cayera en cascada; me dejaba solitaria meditando en el horizonte las blancas tonalidades en las faldas de la luna.
Dios, que era universo de las eternidades, me abría su laberinto de posibilidades sin ser, un templo que aguardaba el reluciente óleo de los siglos, la plegaria de suficiente austeridad; él me confió un secreto: no le agradan los templos cruzados por madreselvas ni sombras porque estancan el agua a beber por los que no conocen su misterio.
Dios no quiere pedrerías que se mecen al viento; pide compasión para la caridad divina, nirvanas de dones, desapego a la abstracta perfección que no existe ni siquiera en su reino.
Dios no quiere murales donde la muchedumbre se enfade, ni hallar allí intrusos con armas, porque sus señales se cumplen en la naturaleza, cuando las aguas marchan en procesión para la destrucción o el paisaje se viste del ondulante fuego, y las hendiduras de la tierra se agitan severamente.
Dios no quiere héroes ni esculturas que afirmen las hazañas, quiere solo piedad para los que fallan, y para los que con especial dureza esculpen sufrimientos.
Dios no quiere ser severo, sólo prudente; convertir el amor en redención, las escrituras en un conjunto de mensajes, arquear la fertilidad de la tierra para albergar en ella con los párpados nacientes.