Hace una semana se celebró el primero de los debates electorales entre los candidatos a la presidencia de los Estados Unidos, Donald Trump y Joe Biden, llevado a cabo en Cleveland, Ohio.

La disputa retórica entre los candidatos presidenciales de la unión americana, tradición arraigada en la cultura política estadounidense, debe propiciar un espacio para la discusión sobre los programas políticos representados por los aspirantes a la presidencia, mostrar las agendas de los proyectos en pugna.

Estos debates han tenido siempre el propósito de orientar la intención de voto del electorado estadounidense hacia la propuesta partidaria personal, pero, ante todo, resultan interesantes porque expresan signos de la atmósfera del tiempo prevaleciente en un momento determinado.

Así, en este debate podemos observar indicadores de ese fenómeno cultural tan distintivo de nuestro tiempo denominado posverdad y por qué el actual presidente de Estados Unidos se ha convertido en una de sus encarnaciones ejemplares.

¿Cómo entender su rechazo hacia las normas mínimas de un debate razonable? ¿Cómo comprender su indiferencia a los argumentos racionales para contrarrestar las críticas a su gestión de la pandemia o a sus compromisos con la movilización supremacista blanca?

Un escenario que debía ser ejemplo del debate democrático fue convertido en un plató autoritario, con un presidente entregado al simulacro de la telebasura; sin el cuidado de las formas, imponiendo la vulgaridad, la elevación de la voz y el ataque personal. Todo ello avasallando con ímpetu de “macho alfa” presentado luego como indicador de superioridad personal.

La posverdad implica la cuestión problemática de que el acceso generalizado a los datos por parte de la ciudadanía, como resultado de la Revolución Digital, no ha impedido la marginación de la información y de la evidencia en el debate público por la adherencia emocional a una postura ideológica. En este contexto cultural el debate presidencial no permite explicitar temáticas, reformular problemas, estimular la discusión racional de la opinión pública. Se convierte en un acicate para la radicalización de las posturas previamente asumidas antes de la discusión.

La literatura sobre los prejuicios y los sesgos cognitivos ha indicado desde hace años que la incidencia de un debate político sobre la opinión de las personas es mínima. Pero toda sociedad democrática saludable necesita crear espacios para el debate crítico que sirvan de modelo para las generaciones que aún no han arraigado dogmas y deben convertirse ellos mismos en practicantes de la democracia. Los líderes políticos deben contribuir a la configuración de esos espacios. El “debate” de Cleveland no fue un ejemplo de como hacerlo.