Tenemos años esperando la aprobación de una ley de partidos políticos, deseada por muchos y mal querida por otros tantos, y aunque  parecería que ha llegado el momento de que finalmente se apruebe todavía existen justificadas dudas de que pueda lograrse.

Decimos esto pues es más que evidente que las razones por las que no se aprobó antes siguen estando presentes ahora, y es que los partidos, especialmente los mayoritarios, se resisten a abandonar sus viejas y antidemocráticas prácticas y le temen a las obligaciones y consecuencias que se derivarían de una regulación efectiva.

Esos mismos partidos que a través de sus representantes en el Congreso han aprobado innúmeras legislaciones para regular a los agentes del mercado, las sociedades comerciales, las organizaciones sin fines de lucro y a la ciudadanía en general, no quieren para ellos lo que exigen al resto de los ciudadanos: transparencia, regulaciones, buen gobierno corporativo, garantías de los derechos individuales y sanciones por incumplimiento, como si en su caso no aplicara  que la ley entra por casa.

Lo lamentable es que les dimos a los partidos importantes contribuciones del Estado  sin someterlos previamente a controles efectivos,  lo que ha acrecentado más el apetito de su dirigencia y al haber transcurrido tanto tiempo sin que se aprobara la esperada ley de partidos, sus dirigentes se acostumbraron cada vez más a no actuar de forma democrática, con órganos de dirección que no solo se perpetúan sin renovación a lo interno, sino que para el caso del partido de gobierno equivale casi a inamovilidad en sus posiciones dentro del mismo para la mayoría de ellos.

Esta falta de democracia interna constituye sin lugar a dudas la mayor resistencia de las cúpulas partidarias habituadas a manejar discrecionalmente los aportes del Estado que pagamos todos los contribuyentes, a elegir a dedo gran parte de las candidaturas y a tomar las decisiones autoritariamente sin tomar en cuenta sus estructuras, sus funcionarios electos y hasta las propias conveniencias colectivas.

Por eso más que la aprobación de una ley de partidos se necesita romper con una visión y con una forma de ejercer la política que ha permitido a un grupo de dirigentes en cada partido convertirlos en sus feudos y viciar el ejercicio de la política castrando muchas veces buenos liderazgos y aupando  candidatos gastados o cuestionables, por tener fortunas de  oscuros orígenes o  historiales delictivos relacionados con narcotráfico, tráfico de personas, contrabando, corrupción, etc.

Por eso no bastará con que se apruebe cualquier ley, sino que para que la misma surta los efectos deseados esta tendría que establecer los mecanismos para garantizar democracia interna de los partidos, equidad del financiamiento público, transparencia total de las contribuciones privadas sin que importe si son locales, mixtas o foráneas con los debidos topes, fortalecer el control de la JCE y regular las precampañas y campañas electorales para poner límites al tiempo y al gasto de las mismas, así como reglas para garantizar mayor equidad en la utilización de los medios de comunicación y publicitarios.

De igual forma dicha ley deberá evitar hasta donde sea posible todas las malas prácticas que sabemos han cometido los partidos y sus líderes, desde permitir que mujeres electas vendan sus posiciones irrespetando la cuota hasta abusar de los cargos y los recursos del Estado llegando incluso a causar inusitados déficits fiscales.

El liderazgo político nacional, principalmente el que encabeza las estructuras partidarias está atrapado en una especie de te quiero, no te quiero con esta legislación, pues aunque saben es “políticamente correcto” respaldar su aprobación, le temen a la misma y por eso han entretenido durante años a mediadores, sociedad civil y medios de comunicación.  Esperemos que esta vez no se trate de otra entretención más.