El burócrata Campos de Moya hizo la semana pasada unas imputaciones muy graves. Acusó a los organizadores del paro del Cibao de bandidos, maleantes, ladrones y delincuentes. Mi reacción es prudentemente tardía. Es más, tenía dudas de escribir sobre eso; entendí que no era sensato darle eco a un grito tan arrogante, pero algunos amigos empresarios, muy indignados, me animaron a hacerlo. Y no es que me sienta concernido ni apelado por sus reproches, más bien creo que Campos de Moya fue injustamente subjetivo. Por eso, más que responder en defensa de algo o de alguien, quiero reparar en sus omisiones, porque me parece que, en su arrebato, el presidente de la AIRD olvidó nombres, historia y circunstancias. Eso suele pasar cuando hablamos con las emociones convencidos de que por nuestra altura los demás deben consentir graciosamente en lo que decimos o hacemos. De esta manera quiero ayudar al dirigente a airear ese aroma político que dejó en el ambiente.
Campos de Moya dijo: “Creo que fue realmente una muestra de civilización por parte del Gobierno el dejar pasar este día en manos de ladrones y delincuentes; …deberían estar presos”. Escuchar esa reprensión indistinta, genérica, impersonal y sin pruebas de responsabilidades pone en fino contexto el tipo y talla del liderazgo privado que tenemos, más cuando no hubo una nota aclaratoria de la AIRD precisando los alcances de la preocupación. Sin embargo, como parece que esa es una convicción de su presidente, le ruego considerar esta breve ayuda memoria para que su juicio no quede como lo que pareció ser: un tosco exabrupto.
Campos de Moya olvidó una dimensión corrosiva de la delincuencia: la que se negocia en las villas, en los camarotes de los yates o en los despachos lujosos. De tratos furtivos armados en las sombras. Esa delincuencia encorbatada le ha arrebatado al país las pérdidas de cien años de huelga. Por sentido de justicia, Campos de Moya debió sentenciar no solo a los "maleantes" que obligan al cierre de negocios en una huelga que al menos tiene motivos, sino a quienes sin más motivo que su apellido negocian con el Estado tratos privilegiados, mantienen dominios abusivos de mercados con el apoyo de los gobiernos, consienten por complicidad e intereses las impunidades de los gobiernos y apoyan candidatos para, una vez en el gobierno, pasarles facturas.
¿Cuál ha sido el reclamo de los burós de élite frente a Odebrecht y sus socios, una empresa extranjera que en desmedro de las firmas nacionales monopolizó las contrataciones públicas con base en la extorsión y la estafa? ¿Acaso fueron dirigentes huelguistas los que asearon en una "comisión de notables" la obra más colosal de Odebrecht, su cuerpo de delito, Punta Catalina? El déficit cuasifiscal que arrastramos, y que nos regresó a veinte años atrás, ¿fue fruto de un fraude empresarial o de movimientos de paros? Creo que al menos "la delincuencia" que tanto sulfura a Campos de Moya tiene rostro y obra de cara al sol, pero la omitida en su sentencia es alevosa y prefiere las sombras. Es como el cáncer: calladamente mortal.
El infundido ejecutivo remata su acusación apelando al clásico discursillo subversivo con esta joya: “Estoy identificado totalmente con lo dicho por el director de la Policía Nacional de que no se ha tenido un paro de labores, lo que se ha tenido aquí es una coerción y una obligación impulsada por bandidos y maleantes que lo que les interesa es crear desorden, afectar la libre empresa, el desarrollo del país, la estabilidad económica que estamos teniendo”.
Campos de Moya sabe mejor que nadie que en una economía de alta concentración como la nuestra, dominada estructuralmente por oligopolios, el concepto de libre empresa es eufemístico y no precisamente por las quemas y pedradas arrojadas en las huelgas, sino por las prácticas desleales y colusorias de las empresas controlantes del mercado que bloquean el acceso e impiden la competencia en condiciones mínimas de paridad. Y eso me obliga a preguntarle al eufórico empresario: ¿Le garantiza el grupo empresarial al que él pertenece importar libremente varillas a un competidor, por solo citar un ejemplo? ¿Puede justificar cómo la obra pública más costosa de la historia, Punta Catalina, se construyó sobre terrenos de su grupo mediante un contrato enfitéutico sin traspasar la propiedad al Estado según los procedimientos legales de expropiación?
Como abogado y consultor empresarial he acompañado importantes inversiones extranjeras y nacionales durante treinta años y puedo dar cuenta, uno por uno, de los proyectos energéticos, de telecomunicaciones, mineros, ambientales y tecnológicos que han perecido o emigrado no por el miedo a las huelgas sino por las asfixiantes presiones, extorsiones y dumping de los oligopolios en un clima de salvaje deslealtad, donde los funcionarios de las agencias reguladoras muchas veces parecen empleados de tercera categoría de los grandes operadores del mercado. Eso sí ha afectado el clima de inversiones y la fanfarroneada competitividad de la República Dominicana. La seguridad jurídica no solo la garantiza el Estado, la sustentan los actores de la economía. De manera que antes de soltar un juicio errante y desbocado, motivado por pura complacencia política, Campos de Moya, como empleado o vocero de un grupo de monopolios (Vicini), debe considerar los salpicones de sus libertinas valoraciones.
Otra verdad desdibujada en esta dinámica de intereses es la intención de estos burócratas de asumir, por usurpación, la representación del "empresariado" dominicano. Y no lo digo con ocasión de este pronunciamiento sino cada vez que uno de estos ejecutivos se refiere a la "posición de los empresarios" anulando a las demás organizaciones del país; claro, esto es un reflejo instintivo de sus ínfulas oligopolistas. No, no es verdad. Esa es la posición de un colegio o buró de empresas, no de esa mayoría de medianos y pequeños empresarios que, además de tolerar las presiones tributarias y los sobrecostos, sufre la desventaja de operar en un mercado asimétrico muchas veces controlado abusivamente por estos monstruos.
Solo me pregunto ¿si fuera al revés? Es decir, si yo acusara a los intereses corporativos que representa Campos de Moya de bandidos, maleantes, ladrones y delincuentes, sin pruebas ni reparos. No creo que haya mucho campo para imaginar cosas. Ya sospecho las frases de la intolerancia; me estigmatizarán con sus tatuajes preferidos: populista, trasnochado, izquierdista, comunista, enmascarado social, llanero solitario y claro… resentido. Obvio, descontando los clásicos ecos de sus cortesanos profesionales, siempre al acecho de estas ocasiones para las descalificaciones prejuiciosas y gratuitas.
No apoyo la violencia de ningún género, no soy anarquista, creo en el libre mercado y en la competencia. El problema está en segregar, según las conveniencias en juego, la democracia; una noción conceptual y funcionalmente unitaria. La democracia también es económica y supone el derecho de ejercer una actividad económica en un mercado sanamente competitivo, leal y de oportunidades igualitarias.
Hay delincuencia común, política y económica. Es cómodo, pero igualmente irresponsable, imputarle a la clase política y a los socialmente segregados de todos nuestros males, o imponer la concepción dicotómica del capitalismo moral concebida como una coexistencia sistémica del capital privado y el poder político como encarnaciones del bien y del mal o del héroe y el villano. No. Existen reglas y violadores en ambos lados, y ¡cuidado!… De manera que invito al dirigente empresarial a recoger autocríticamente sus resabios porque en nada favorecen la buena imagen de su gremio, pero sobre todo a invertir en sus imágenes síquicas la percepción delirante de ser la voz del empresariado. Se equivocó. En una economía informal, la mayoría somos empresarios. Es cuestión de tamaño y de poder, condiciones que les arrogan "derechos" a ciertos o ciertas dirigentes de hablar con los mismos humos como lo hizo don Campos de Moya. Es tiempo de poner los puntos donde van y las haches también. Te faltaron delincuentes, Campos de Moya, ponte los lentes.