Cuando leí por primera vez la poesía de T. S. Eliot tuve la sensación de percibir un tejido de dificultades lleno de angustias. Esto no  impidió, sin embargo,  alcanzar un alto grado de placer al leer sus versos. La poesía de Eliot busca instaurar un espacio axiológico del hombre moderno en estado de desolación y crisis. En su poesía predomina el tono impersonal que abarca aspectos desgarrantes y caóticos de nuestras vidas. El hombre aquí se encuentra enfrentado a la incertidumbre y al vacío existencial. Cuando se hace claro que, en esta poesía, no es lícito interpretar el carácter general de la existencia ni con el concepto  de “fin”, ni con el concepto de “unidad”, ni con el concepto de “verdad”, se termina por inhibir todo principio organizador y toda trascendencia, y por admitir como una única realidad el mundo en eterno fluir y devenir; el problema es que este último se muestra privado de sentido y de valor. En la poesía de Eliot, no se soporta el mundo, porque a partir de las categorías fin, unidad, ser, con las cuales introducimos  el valor en el mundo, son nuevamente rechazadas esas categorías y el mundo aparece nietzscheanamente fragmentado y privado de valor.

El nihilismo que asume Eliot como un “estado psicológico” y que orienta el proceso de desvalorización y disolución de los supremos valores tradicionales es, sin embargo, un “nihilismo incompleto”, deseoso de un dios, de una nueva y divina creencia. En esta obra se inicia la destrucción de los viejos valores, pero los nuevos que aparecen van a ocupar el mismo puesto de los precedentes, es decir, conservan su carácter suprasensible, ideal. En el nihilismo incompleto la distinción entre mundo verdadero y mundo aparente no desaparece del todo, y se mantiene todavía operante una fe. Para derribar lo antiguo se debe todavía creer en algo, en un ideal; se tiene todavía la “necesidad de una verdad”. El nihilismo se presenta precisamente a lo largo de todas las fronteras de la falibilidad humana. La nada envuelve al espíritu en la actividad de su conocimiento de lo verdadero, de su voluntad del bien, de su sentimiento de belleza.

El decir poético de Eliot deviene  así en un barrido cinematográfico, ha dicho Angel Flores. Su obra es una película  erizada de accidentes. “A menudo gestos y gestas se acumulan en una imagen, en una frase, y entonces el poeta se asfixia. El lenguaje se le vuelve inservible. Las normas de la expresión se rompen. Y entonces no queda más remedio que tomar una frase ya hecha, una frase que por haberla usado un Dante o Shakespeare, está ya preñada de significación”.

¿“Qué ruido es ese? El viento bajo la puerta. “¿Qué ruido es ese ahora? ¿Qué hace el viento?” Nada, otra vez nada. “¿No sabes nada? ¿No ves de nada? ¿No te acuerdas de  “Nada”?  “¿Estás vivo, o no? ¿No hay nada en tu cabeza”.

               Pero

O O O O ese Rag shakesperiano

Es tan elegante.

Tan inteligente…

“Qué haré ahora? ¿Qué haré?”

En la fenomenología que Eliot presenta, el nihilismo incompleto se manifiesta  como una carencia  suprasensible y divina. De ahí que la poesía sea el sucedáneo más inmediato de Dios, o del ser que transciende la realidad inmediata del yo. El otro ser irredento: la poesía. Así, pues, el  poema llama a una decisión: o se busca en el tiempo, por medio de las utopías y las nostalgias, una alternativa a la realización, o también se hace de él la interpretación misma que la eternidad  nos dirige acerca de la vida. El poema es la puerta a través de la cual el sentido invierte lo idéntico transfigurándolo.

La era de la angustia, del análisis, de la inquietud y del desastre, que encontró su primera expresión en Las flores del mal,  puede dividirse, desde el punto de vista de la poesía, en dos partes: una que abarca los cincuenta años en que el movimiento moderno estaba limitado en Francia; y otra, que comienza hacia 1908, cuando los poetas de otros países empiezan a adaptar los nuevos estilos a sus necesidades. En ese contexto, surge la poesía de Eliot, y más específicamente  Tierra baldía, en el año 1922, como  vertiginoso espacio de desolación y dolor, producto del desarraigo existencial del hombre moderno, luego de ocurrida la Primera Guerra Mundial, y  veinticinco años después aparece Cuatro cuartetos, en el marco del inicio de la Segunda Guerra Mundial.

Si partimos de que Eliot, al publicar esos dos importantes libros,  inició  el movimiento poético moderno, es decir, el cruce de dos tradiciones literarias y filosóficas: el simbolismo por vía de Jules Laforgue, Tristán Corbiére,  Baudelaire hasta el romanticismo alemán y Blake, por un lado;  Bergson, pasando por Fourier hasta Rousseau y su complemento contradictorio: Dante, por el otro, podemos imaginarnos al poeta angloamericano en el centro de ese cruce de caminos, oteando ansioso hacia todas partes, aspirando el entorno, queriendo sobrevolar el horizonte e inventando un puente para acceder a un futuro histórico del cual recela. Qué le queda al poeta sino construir su propio entramado, una sociedad poética, una república de las letras donde el hombre pueda al fin alcanzar la realización plena. Pienso que Eliot es un  convencido de que la explicación definitiva de los problemas del ser humano se realizará a través de la literatura y más específicamente de la poesía.

La poesía de Eliot, según Robert Curtius, se nutre de “la sustancia de los latinos tardíos, de los isabelinos y de los últimos franceses. En él pueden aprender los filólogos el sentido artístico de esta técnica de taracea: cómo una vivencia personal se sublima, se irisa y se ilumina cuando se expresa con plena conciencia del recuerdo. Tiempos y estilos se funden para precipitar una materia mágica”.

En estos tiempos en que vivimos en que cada vez más aceleradamente el mundo se divorcia de la palabra y surgen nuevos lenguajes (cibernéticos, holográficos, etcétera) como preludio de nuevas formas de pensamiento, más necesarios que nunca se presentan para el hombre el habla primigenia, el canto de la tribu, el clamor de los aqueos.

En la amenazadora algarabía en que se ha convertido el mundo de hoy, todavía se escuchan las voces serenas y luminosas de los poetas, la de Eliot entre ellos, intentando que se les escuche y se interpreten “las piedras encendidas”, como decía Lezama Lima, los signos del lenguaje, como prueba irrecusable de que el hombre posee aún los poderes ocultos de su regeneración, a través de la religión y el misticismo.

En una época como la nuestra, en que todos quieren ser originales, la mejor forma de serlo es dejándolo de ser. No se trata de una simple astucia y la malicia reside en la literalidad con que Eliot ha practicado esta observación. Su obra, en efecto, se presenta como una continua recurrencia, y  redescubrimiento de lo ya descubierto: una suerte de palimpsesto en el que se superponen como capas de tiempo, las más diversas escrituras. De ahí algunos de sus métodos: el deliberado anacronismo, los pastiches,  las simetrías, las alusiones, el collage, las citas, las glosas. Y lo que es algo más que un método: la afirmación de su pobreza. Este método abarcaría las dos fórmulas propuestas por Novalis: la poesía como real absoluto y la filosofía como la operación absoluta. Más radical aún: sólo ese método podría reemplazar a la religión, en la medida, en que la poesía sería “la más segura marcha hacia la religiosidad de un cuerpo que se restituye y abandona a su misterio”.

Para Eliot, la vida—toda la vida—consiste en la auto-formación de un mundo que incluye en sí el fracaso de su propia expresión. La conciencia de su propio fracaso, incluye en sí una nueva perspectiva del mundo. La determinación del mundo como desengaño. Sobre esta base se funda el mundo como libertad y errancia. Si tomamos como centro la propia perspectiva del mundo, es posible denominar intencional  a la autodeterminación eliotiana del mundo en cuanto temporalidad esencial del mundo de la razón y de la vida.

Así, pues, aquí estoy, en medio del camino, habiendo pasado viente años—veinte años malgastados en gran parte, los años de l´entre deux guerres.

Tratando de aprender a usar palabras, y cada intento es enteramente un nuevo empezar, y un diferente género de fracaso porque uno sólo ha aprendido a disponer de lo mejor de las palabras para lo que uno no tiene ya que decir, o según el modo es que uno ya no está dispuesto a decirlo.

Así, cada aventura es un nuevo comienzo, una incursión en lo inarticulado con andrajoso equipo, siempre deteriorándose en el caos general de la imprecisión  de sentido”.

Para Eliot, el sentido posee su propio telos, temporalmente, conscientemente, inmanentemente, incluyendo en sí lo subjetivo—es decir, el objeto—del mundo y de la vida. En Eliot,  lo subjetivo, considerado sólo como aquello que se expresa a sí mismo y como algo expresado mediante símbolos, es un mundo de formas abstractas que, en cuanto formas, se presentan como la identidad contradictoria de lo múltiple y lo uno, es decir, como el mundo del ser y la poesía. Nuestro yo, como un individuo que expresa el mundo, es decir, como un mero ser pensante, expresa poéticamente el mundo. Pero el mismo yo, poéticamente, constituyendo el mundo, se forma a sí mismo y es, en el sentido eliotiano del término, la voluntad pura del ser.