Hace algunos años recibí un correo electrónico del Club Avantage de American Airlines. En la comunicación se me notificaba la donación de nueve mil millas en puntos como compensación por las molestias sufridas en un vuelo de New York a Santiago. ¿Qué pasó en ese vuelo? Quizás la pregunta válida debería ser qué no pasó. Este es el relato.
El vuelo estaba programado para las 8:30 de la mañana, con abordaje a las 7:30 a. m. A pocos minutos de esa hora se escuchó en la bocina un anuncio de cambio de la puerta de embarque (gate). La reacción instintiva de la manada fue correr al tropel como si se tratara de un aviso de fuego. Muchos no sabían por qué ni hacia dónde, pero corrían frenéticamente. Como el cambio suponía un obligado retraso del vuelo, decidí salir con calma rastreando las pisadas de la agitada muchedumbre. Ya en la puerta de embarque correcta, vi a mucha gente sofocada, alguna tirada en el piso. Cuando llegué, lo primero que hice fue revisar la pantalla electrónica del mostrador de atención (counter) que reprogramaba el vuelo para las 11:15 a. m. Pocas personas lo habían notado a pesar de que casi todos, como buenos dominicanos, preguntaban por la nueva hora del vuelo. Luego se enteraron del cambio por otro aviso de la bocina. Faltando 25 minutos para el abordaje, se escuchó una tórrida discusión entre las asistentes de vuelo y una mulata voluptuosa que medía seis pies y algo.
—You know… you know… ¿tú cree que nosotro somo el culo ‘el mundo? Yo te daño con mi pezuña esa carita de baby mamita, you know… ecucha, ecucha, marrrdita, no te haga la crazy…
—Señorita, por favor, ha habido un atraso involuntario, entiéndalo.
—La que no me entiende ere tú; tú no sabe lo que e’ una dominicana encojoná’.
Dirigiéndose a las personas que esperaban, la morena les gritó:
—Y u’tede’ ¿van a dejal que lo humillen? ¿E que aquí no hay hombre con grano, coño?
Como infundidos por un espíritu épico, casi todos los hombres (me incluyo en el casi), agraviados en su virilidad y disparados por un solo resorte emotivo, abandonaron sus asientos para sitiar el counter en franca actitud provocadora. Llena de dignidad patriótica, la heroína tomó aire y gritó:
—¿Y ahora, qué me dice, qué me dice, perra? ¡Fuck you!…
—Señores, por favor despejen, despejen —gritaban las asistentes.
Después de un tenso intercambio de ofensas y amenazas, los ánimos se aquietaron y todos volvieron a sus asientos a esperar la nueva hora del vuelo: 4:30 p. m.
Mucha gente se dispersó en la terminal; otros se quedaron en los asientos del área.
Leí un libro y almorcé a la espera del abordaje. Faltando veinte minutos para las tres, llegué al gate. Inmediatamente me fijé en la pantalla y para mi asombro vi que el vuelo aparecía para las 6:40 de la tarde. Ya había un hervidero en el área, que se exacerbó hasta el delirio cuando, con pasos firmes, llegaba la paladina. A su entrada algunos se pusieron de pie como quienes reverencian a una celebridad. Otros la siguieron brindándole protección.
—Oh my God!, oh my God! —soltó un grito histérico.
Casi todos los hombres se le acercaron para enterarse.
—¿Ven? Se lo dije, se lo dije… no’ tratan como uno maldito perro… somo’ mielda, somo’ una sola plota, ¡coñooooo!
De repente, una voz estentórea quebró la tensión:
—¡Si no nos atienden, aquí va’ haber candela! ¡Candela, candela, aquí va’ haber candela!
Contagiados por la indignación solidaria, se escuchó el coro:
—¡Candela, candela, aquí va a haber candela!
En un inadvertido instante, tres hombres subieron torpemente a la heroína al mostrador, que en ese glorioso momento se convirtió en su tribuna:
—Llamen a Univisión, al 41 o al 47 que vamo’ a prendel e’ta vaina —arengaba la morena.
La vida se congeló en esa ala de la terminal. En el gate contiguo había un vuelo de Finair para Helsinki, Finlandia. La vergüenza me empujó a su área. Todos se volcaron hacia el espectáculo. Algunos sacaron sus cámaras para tomar fotos. Yo parecía el mejor nórdico.
En un momento llegaron las asistentes de vuelo acompañadas de agentes de la seguridad. Al verlas, la gente avivó su coro y empezó a tirar los bultos de mano en el mostrador como señal de protesta.
—¡Candela, candela, aquí va a haber candela!
Los agentes invitaron cortésmente a la mulata a que bajara de su improvisada tribuna.
—¡No te apeee… no te apeee! —le gritaban.
Uno de los agentes insinuó tocar las esposas, gesto que bastó para que ella se tirara y el bullicio se aplacara abruptamente.
Al caer, los agentes la levantaron con la intención de llevarla a otro lugar, pero la gente lo impidió. Salió un hombre maduro y canoso, quien, presumiendo de conocer a la heroína, se apartó con los agentes y conversó quedamente con ellos. Luego de una amonestación la dejaron ir ante un aplauso más ensordecedor que el que acostumbran los viajantes dominicanos a avivar cuando el avión pisa suelo patrio.
Después de once horas de espera, por fin se inició el abordaje. La fatiga había aniquilado la crispación. Rostros adustos desfilaban pesadamente por los pasillos de la aeronave. Entre enfados y reclamos, los pasajeros se fueron sentando. Ese protocolo, en condiciones normales, toma media hora para gente con otras costumbres; entre dominicanos nunca termina: siempre hay alguien que está perdido, quiere ir al baño, ocupa el asiento equivocado o aborda tarde. Una hora y cuatro minutos duró la tortura. Cuando finalmente el avión dio señales de movimiento, tuvo que esperar en la línea de despegue unos veinte minutos más por la congestión del tráfico aéreo. Salió a las 9:32 p. m. El agotamiento era tal que en menos de quince minutos de vuelo los pasajeros que no cabeceaban estaban sumidos en un sueño profundo. El silencio era casi litúrgico.
—¡Sube la mano, sube la mano, sube la manoooo! —fue un alarido espantoso y desgarrador, como salido del infierno.
—Muchacha dei diablo, ¡cállate! —respondía la madre a su niña que estaba atascada debajo del asiento de la línea central de la cabina principal. Se aferraba como sanguijuela a los pies de su mamá y no quería salir de su escondite hasta que no ¡levantara la mano!
—¡Sube la manooooo! —repetía, histérica, la niña de apenas cuatro años.
Duró casi media hora desgarrando hasta la fatiga su extraña petición mientras todos los pasajeros se movían molestos. Los gritos eran tan penetrantes que puso nerviosa a la tripulación, que en un momento tuvo que pedir a los pasajeros, a través de la bocina, permanecer sentados y en calma. Cada vez eran más chillones, hasta martillar severamente los tímpanos.
—¡Doña, dele una tabaná a esa maicriá, coño! —voceaba alguien.
Yo no aguantaba más; rozaba la locura. Sentía en mi pelvis un cosquilleo de hormigas; la ansiedad me constreñía a levantarme. Se me ocurrió una idea. Llamé a una asistente de la tripulación y me identifiqué:
—Buenas noches, señora, soy doctor en psicología infantil (soy abogado) En lo que pueda ayudar…
—¡Oh my God!, excelente, claro que sí, doctor. Acompáñeme.
—Necesito silencio —pedí.
—Ahora mismo avisamos.
En la bocina se escuchó el siguiente anuncio:
—Les rogamos permanecer en silencio, gracias a Dios contamos con asistencia a bordo que se ocupará de la situación. Pedimos su colaboración; mantengan la calma.
Mientras caminaba por el pasillo hasta el asiento de la escena, dejaba una estela de miradas complacientes y, en algunos casos, suplicantes. Mi temor era que alguien me conociera. Todos los pasajeros se volteaban en procura del mejor ángulo visual. Llegué al teatro de operaciones disimulando los que calladamente me carcomían. Aquello era el desafío más grande de mi vida.
—Adelante, doctor —me indicó la azafata.
—Apaguen las luces. En ese estado emocional, la paciente es vulnerable al mínimo fotoestímulo; le causa irritabilidad —dije para “bufear” y tomar aliento de confianza.
—Apaguen esa línea de luz —pidió la azafata.
Todos obedecieron.
—Señora, su niña sufre un trance histérico originado por la agitación del día. Ahora está en pánico. Quiero su colaboración: suba las manos.
—¡Ay, vean! ¿U’té le va’ hacei caso también? —contestó ya rendida la señora.
—Es una neurosis obsesiva, tranquila. Tenemos que sacarla de esa fijación.
—Suba las manos, señora —enfatizó la asistente de vuelo.
La señora levantó imprecisamente las manos.
—Ahora escuche bien: vamos a susurrar ra… ra… ra… ya, ya… la… la…
La señora lo hizo, pero de forma desafinada.
—Más suave y musical, otra vez…
Todos los pasajeros estaban encima de mí, expectantes.
—Ahora la voy a sacar; siga, siga, doña, musicalmente, siga ¡ahora, ahora!
—Guay, guay, guay, ¡baja la mano, baja la mano! —gritaba la niña.
—Bájelas, doña, bájelas… y abrácela.
—¡Anda’ ei diablo, pue’to e’ un maidito relajo!
De un tirón se la puse en las piernas y la abrazó.
—Ahora susurre doña, susurre, susurre… —Entre jadeos y sollozos la niña se fue apagando. Cuando por fin se calló, los pasajeros aplaudieron…
—¡Sube la mano, sube la mano, sube la mano!… —fue la reacción más delirante de la niña a la inoportuna ovación. Todos se sintieron culpables por haberme abortado el esfuerzo.
—¡Silencio, silencio! —ordenó, incómoda, la azafata.
—Susurre, doña, susurre… otra vez.
La niña se calló.
Me levanté como un héroe; sentí en mi pecho el retumbe de una canción épica, algo así como La Marsellesa cuando solazaba la entrada de De Gaulle a París.
Todos me donaran una sonrisa devota. Ahora el paladín era yo; se olvidaron de la mulata sediciosa. Antes de sentarme, un viejo, con gracioso acento cibaeño, sentenció:
—¡La veidad que la cencia e’ cencia (ciencia). Hata pa’ callai a un muchacho se necesita etudiai!
Al llegar, todos me saludaron con afecto, hasta el punto de que los pasajeros contiguos se disputaban por sacar mi equipaje de manos de los compartimientos y así evitarme la molestia de “subir las manos”.