Me sobrecoge el patriotismo platónico de nuestros tiempos, ese que, con el atavío tricolor, redime de sus cenizas el juramento trinitario. He visto expresiones portentosas de su delirio: en los balcones, en los vehículos, en las redes sociales, en la propaganda gubernamental. Su pujanza es febril y contagiosa, tanto que no han faltado ilusos dispuestos a tomar las armas y ofrendar su vida, si fuere necesario, por la “soberanía”.

Confieso que no soy patriota. Me siento extranjero en la “patria” de los que usan su sagrado nombre para glorificar sus desmanes, saqueos y exacciones. Esa patria torcida fabricada a la talla de sus ambiciones de poder; usada como condón para gozar sin culpas sus orgías. Me confieso apóstata de ese patriotismo plástico fermentado en los laboratorios del marketing para estafar conciencias confundidas, ausentes o intestinales.  Soy un desertor de sus apócrifas causas.

Me declaro traidor, sí, traidor y rebelde de su patria barata.  Una patria rendida a su poder, que trata como paladines a sus ladrones, como iluminados a sus demagogos y como redentores a sus timadores. Esa patria omisa, hundida y desflorada que celebra su ruina y cubre, con el silencio, sus heridas a cambio de migajas. Mi dignidad vale más que esa cosa, mucho más que esa patria.

No entiendo esa devoción quijotesca que lucha con los espectros del pasado mientras niega la perfidia de su presente a los sueños trinitarios. No muevo un dedo por una patria anulada: que disfruta del dolor y ovaciona su desesperanza, que se conforma con lo menos, que entrega su decencia y honra a sus raptores. La patria de los que, desde el poder, comercian con su futuro, roban sus riquezas y pervierten sus costumbres. Tampoco creo en su patriotismo fachoso, ese que se escuda en los símbolos para esconder sus perversiones.

Mi patria aún no ha nacido. Su gestación no ha asomado. Mientras velo por su amanecer, habito en una tierra poblada por tres masas sobrepuestas: los pocos de arriba, que detentan más de la mitad de la riqueza; los del medio, sobrevivientes de los apremios cotidianos; y el vasto residuo social, gente amontonada en la indignidad sin derecho a la esperanza.  Tres mundos distintos, distantes y desconectados. Cada uno detrás de su propio cauce existencial, sin unidad de propósito, visión ni futuro. Tres realidades excluyentes y paralelas en un suelo tan menudo como desigual. ¿Acaso eso es patria? Al decir de Ramiro de Maeztu “patria es un espíritu… que se funda en un valor o en una acumulación de valores, con los que se enlaza a los hijos de un territorio en el suelo que habitan”. ¿Qué espíritu puede animar mundos tan extraños o ajenos entre sí en una dominicanidad tan perversamente ambigua? “Nadie es patria, todos lo somos”, decía Jorge Luis Borges. Sin todos no hay patria. Más que un concepto abstracto, patria es sentimiento, identidad de vida bajo el cobijo de un mismo sueño.

La nación dominicana es una pretensión en construcción. Somos un agrupamiento de gente animada por visiones borrascosas e intereses fragmentados. La patria, en naciones sin corazón, no es un latido, es proclama sorda, sueño nostálgico o tal vez, como la describía Benedetti, una simple “urgencia de decir nosotros,… o quizá este regreso al propio desconcierto”.

Hay que comenzar desde adentro la historia por hacer; los enemigos duermen con nosotros: impunes, soberbios e imperturbables, redimiendo sus culpas en el altar de Duarte, inventando fantasmas y conjurando espíritus invasores.  Mientras los devotos de su patriotismo hacen vigilia en la frontera del decoro, ellos desvalijan los tesoros públicos, tuercen el brazo de la Justicia y compran a precio vil la memoria de los excluidos, bajo consignas tan costosas como vacías: ¡Que viva la patria! ¡Somos dominicanos!