A lo largo de la historia política, en un régimen presidencial la figura del presidente juega un papel fundamental, es jefe del Estado y del Gobierno. Sin embargo, las profundas transformaciones y complejidades producidas en la sociedad actual, de hecho, han redimensionado los alcances de ese nominalmente importante rol del presidente. A pesar de esto, en muchas sociedades la cultura presidencialista sigue orientando el quehacer de la generalidad de las colectividades políticas, debido a que los cambios culturales son más lentos que los cambios políticos. En nuestro país, la cultura presidencialista a la completa insensatez lleva a colectivos como a singulares individuos, muchos no entienden que en otras instancias del poder se deciden cuestiones tan o más importantes como las que pueda tomar un presidente.
Aun en un régimen presidencialista el Congreso puede ser un contrapoder, pero lo sería si la fuente del poder de los legisladores viniese de una representación que no estuviese condicionada o atada a la suerte de los candidatos presidenciales de las facciones mayoritarias de los partidos. El presidencialismo dominicano se basa en una mayoría congresual generalmente obtenida a través de acuerdos preelectorales entre futuros candidatos a la presidencia y al Congreso impuestos por los jefes/facciones. Por lo cual, el Congreso se reduce a una mera caja de resonancia del presidente y/o del partido gobernante. Todo poder sin contrapoder tiene vocación autoritaria y, además, se torna ineficiente, corrupto y esencialmente indolente. Un mal Congreso hace peor al presidente del Gobierno y del Ejecutivo. Como país, es nuestra experiencia.
En esta época no solo se requiere un Congreso con funciones efectivas de contrapoder, sino también de poderes locales que administren democrática y eficientemente los espacios urbanos, el territorio y los recursos naturales. Existe una relación directa entre la calidad de una democracia y la calidad de los elegidos en las instancias donde se toman las decisiones fundamentales de un régimen político; con malos funcionarios municipales ningún presidente hace buen gobierno por bien intencionado que este sea.
En la época actual, la posibilidad de cambiar una sociedad descansa en la habilidad de diseñar e impulsar un proyecto de cambio de contenido esencialmente democrático y popular, capaz de persuadir a la gente de que es posible lograrlo. Pero, aun logrando el poder con esa bandera, su principal figura por sí sola no produce un cambio con posibilidad de permanencia.
No necesitamos un “redentor” transitorio, necesitamos una sociedad empoderada, con un Congreso controlado por ella y no por un jefe/facción, con autoridades municipales que gestionen el territorio de acuerdo con las demandas de la población. Resulta un anacronismo del liderazgo político opositor mantenerse enredado en la telaraña de la cultura presidencialista, buscando un presidente mecías, sin poner como punto central de su agenda electoral la cuestión de la representación en el Congreso y en los poderes locales. Sacar este país de la vergüenza de ser de los primeros entre los peores, según las mediciones de diversas instituciones internacionales, requiere una lógica de poder basada en una nueva institucionalidad con permanencia. Elegir un presidente con buen perfil es importante, pero sólo no podrá cambiar este país, no es garantía para la permanencia del cambio.
Todas las colectividades políticas presentes en nuestro sistema político tienen pleno derecho de plantear sus opciones electorales para el venidero 2020, pero creo pertinente que se reflexione sobre la importancia de un Congreso integrado por gente decentes, bien formadas y comprometidas con los mejores intereses de la gente, sobre todo de la gente pobre, para crear una institucionalidad que no descanse sólo en una figura providencial, sino en lo único que es permanente: el pueblo, la sociedad y no en la provisionalidad de las figuras que en determinados momentos ocupan un puesto esencial en la conducción de un país. Llamo a que reflexionemos sobre tantas experiencias fallidas de intentos de cambios estructurales en varios países de la región, porque más a que a procesos de cambio apostaron a la buena intención de un líder carismático.
También que se reflexione sobre el hecho de que los países que hoy tienen una democracia de calidad tienen una larga experiencia de gobiernos locales con solida capacidad administrativa y de gestión de los servicios y equipamientos urbanos de calidad. Muchos de quienes han desarrollado experiencias de gestión local exitosas han optado, algunos con éxitos, a los primeros puestos de dirección de sus naciones. Pero a pesar de esa incontrovertible realidad, seguimos al margen del tiempo y de los tiempos sembrando el país de pequeños partidos con la expresa voluntad de impulsar una figura, fundamentalmente de su grey, que nos conduzca a la tierra prometida. Una pena, una actitud que como sociedad nos lastra, sin signo alguno de sacudirnos y quitarnos de encima el mono de la cultura presidencialista.
Sin hacer consciencia de que sólo, ningún presidente puede cambiar este país. Este aserto vale para cualquier otro país.