El antropólogo Richard Sennett en uno de sus libros más hermoso, Carne y piedra, publicado en inglés en 1992, expresa que el goce estético produce una pacificación del espíritu, dice que el arte lleva a contemplar pacíficamente la realidad.

El arte según esta visión serena, armoniza al espectador con el mundo. Y, agrego yo, empero también, para cumplir esa misión, en cierto sentido miente, inventa, sobre lo que presumiblemente sería lo real, el ser, y que desconoce.

El artista pretende de algún modo transformarse en dios. Aspira, desde su constitutiva ignorancia humana, revelarse como dominador de lo imposible, pretende tener dominio sobre lo oculto, sobre el misterio que gobierna la monstruosa vorágine agobiante de fuerzas sin sentido que colisionan y se oprimen sin dirección ni meta y aparecen como la manifestación primaria de lo que es y no es.

Semejante hipótesis de una realidad, como cúmulo sin alguna significación primaria, de energías y fuerzas que se sobreponen, se solapan y derrocan sin orden ni concierto que podríamos concebir como especie de caos de fuerzas brutales, que carecerían de alguna posibilidad de ser expresadas, sea en signos, palabras o símbolos, que son los ladrillos de donde el humano construye desde esta masa amorfa y oscura a lo simbólico en sus múltiples dimensiones generativas que serían las capas que prestarían consistencia a lo que luego denominaremos naturaleza y/o universo, algo que solo eclosiona desde el despliegue de cualquier forma de vida humana organizada y constructiva a partir de lo simbólico.

Postulo marginalmente, para uso exclusivo del lector estudioso formal de la filosofía, que tomo como sustento teórico explicito, tácitamente el sentido que deriva de nuestra posible apertura ontológica constitutiva al ser, al estar adheridos en el centro mismo del ser en cuando somos modalidades aperturas a lo propio, somos ec-xistentes (1), seres sensibles en cuanto escindidos ante múltiples posibilidades de ser.

Si regresamos ahora, alegremente condicionados a nuestro tema de partida. La anterior descripción de lo primordial, viene expresada de manera inapropiada como solo es posible tratar con coherencia de este tema de la realidad primordial.

Esta descripción no nos dice nada auténtico sobre este infierno de sentido postulado como caos primordial, pues no se lo expresa de ninguna manera en términos de sentido, definición de horizontes, de dirección de campos y situaciones que es la tarea esencial en que consiste la vida humana histórica.

Este concepto de lo primordial lo encontramos expresado en todos los estadios temporales en que despliega la historia de la filosofía universal –es decir, tanto en pensadores de Oriente como de Occidente.

Sin embargo, para conducirnos sin sobresaltos, me concentro en la referencia a la formulación fuerte que Nietzsche formula respecto a como opera la dialéctica interna de una obra de arte auténtica, en su obra primeriza: El nacimiento de la tragedia.

Este pensador excepcional descubre y postula que la fundamental, primera impresión que produce la fruición estética consiste en intentar ocultar la revelación terrible de la infinitas fuerzas dionisíacas, demoníacas, que se despliegan y ocultan tras las armoniosas imágenes artísticas apolínea, imágenes de obras comedidas, agradables equilibradas, contenidas, distinguidas por un reconocimiento histórico como creación artística verificada y homologadas, por el juicio sostenido de una valoración crítica sostenida en el tiempo a través de diversas épocas.

Sin embargo, Nietzsche reconoce que la obra de arte es solo una especie de pantalla que vela y oculta la revelación demoníaca, inútil, violenta del infernal océano indomable de energías brutales desmarcadas de guía alguna determinada, de dirección o sentido, que era a lo que me refería en mi inicial descripción metafórica del ser desnudo primordial

Entendida en su posible estado originario esa naturaleza primordial, o lo que luce como tal, antes de que el humano la designe con este nombre gentil, no sería, sino una especie de aparición de algo así como: el comienzo de lo terrible, ése que todavía podemos soportar; y lo admiramos tanto porque, sereno, desdeña el destruirnos, de que nos habla el verso inicial de la primera Elegía de Duino, del poeta alemán, de inicios del siglo XX, Rainer Maria Rilke.

No obstante, si continuáramos transitando en la hipótesis nietzscheana, a pesar de lo que deberíamos reconocer que nos resultaría imposible, que podamos postular o intuir cómo pudiera articularse esta enmarañada realidad “primera”.

Creo que aparecerá evidente de lo ya expresado, que por todo ello jamás nos podremos referir a esta constelación primaria haciendo uso de algún sentido apropiado, pues este supuesto enredo de fuerzas que espacian en la plenitud de lo caótico, con su presumible carácter constitutivo amorfo, carente de un contexto, fondo u horizonte donde la podamos situar y dominar, trasciende en sí misma toda capacidad de venir descrita en un lenguaje, imagen o símbolo que la pudiera abarcar, como me he dedicado, quizás con demasiado celo a insistir en este aspecto.

En el filosofar contemporáneo encontramos una formulación que trata de formular este límite que aquí manifiesto. Lo encontramos expresado en la famosa proposición 7, del célebre Tractatus Logico-Philosophicus del pensador austríaco del siglo pasado, Ludwig Wittgenstein, que reza con extrema concisión: Acerca de aquello de lo que no podemos hablar debemos callar.

Lo que pretende expresar Wittgenstein con semejante proposición es delimitar el ámbito de lo que es posible exponer con sentido.

La proposición intenta subrayar que hay áreas, zonas del ser de las cuales no es posible decir nada con sentido, que son por así llamarlos, territorios del ser que en si mismos son herméticos e indecibles.

Wittgenstein insiste en afirmar que un supuesto ser originario no es del todo expresarle ni traducible en términos alternos. Reconoce que quizá lo más dilatado e importante de semejante ser primordial es su constitutivo ser informulable, su imposibilidad de ser traducibles a algo otro diferente de su consistencia hermética, cerrada a todo lo otro.

Debo acotar que en su razonamiento lógico Wittgenstein no hace alguna referencia, ni estima posible sustentarla sobre una posible determinación de un estatus ontológico definible, porque es lógicamente imposible que lo oculto permita algún tipo de posibilidad de abrir su consistencia oculta.

Este tipo de cerrazón conclusa en sí misma es para nosotros, seres históricos, la dimensión más cercana y al mismo tiempo la más lejana, en cuanto es inexpresable e inarticulable en sentido alguno.

Para nosotros esa cohesión enigmática es lo que denominamos plenamente el misterio, lo recóndito en sí mismo, que consiste en permanece oculto, secreto, indescifrable, opaco, cerrado. Sería lo arcano en sí. Lo insondable, lo impenetrable, lo insondable del ser.

Y este descubrimiento fundamental, se ve reflejado en consistente obras relevantes de grandes pensadores y poetas contemporáneos, tales como, para mencionar algunos, en del filósofo francés, Braudillard, poetas tales como T. S. Eliott y Dylan Thomas o en del japonés, Kenzaburō Ōe.

Afirma Platón, en el Sofista, que filosofar es arriesgarse por caminos no transitados que a veces no se sabe hacía donde nos conducirán, si es que nos llevan a alguna claridad en que se pudiera revelar intersticios del ser y el no ser.

Para estos creadores la esencia de la obra de arte es el inútil e imposible intento de revelar lo recóndito del ser, por medio de tropos y figuras expresivas, crear metáforas abiertas que se constituyen como símbolos de lo indecible, corporizan en formas, materias, luces, sonidos, volúmenes, movimientos, en un juego sin término bajo el intento fallido de raíz de representar el misterio hermético del abismo que define y sustenta la cara oculta del ser.

Los jugadores que traen a la luz tales laudos: esas obras de arte, actúan como niños y durmientes bregando por elaborar mediante inútiles estrategias de movimientos e intentos de dar luz y cuerpo en infinitos horizontes, situaciones, relaciones, direcciones y contramovimientos, sustancias que en cada una de sus movidas integradas buscan recrear lo que nunca será perceptible ni interpretable a la luz algún tipo de razón.

Los creadores de arte son seres extraños, que por inocencia o altanería sienten y combaten en la necesidad de actuar y lograr llegar a ser semejantes a dioses o demonios.

Como creadores de filtros finísimos, de estrategias, normas inéditas, criterios y jerarquías no barruntadas por espíritu alguno, se anteponen como tarea  primordial permitirnos vislumbrar o plasmar visiones, simulaciones de lo que se oculta desde donde mora la plenitud de la fuerza de los abismos del ser.

¿Será de ahí de donde se deriva el papel contemplativo, narcoléctico del arte?

De ser así el disfrute estético tiene un efecto fundamental para la existencia de lo humano tal como lo ponderaba al inicio de este breve escrito el docto y agudo antropólogo Richard Sennett.

Nota

  1. Trata de abrir la x, de existente. La descompone para mostrar que existir es en realidad ser fuera de sí, cabe lo otro, el mundo. Es esa modalidad que constituye la esencia humana en cuanto no somos como los animales apresados y retenidos en el instinto. El humano es un ser excéntrico. Siempre tenemos la posibilidad de salir de nosotros y esa capacidad se muestra y actualiza en la capacidad de elaborar sentido, dirección y por ende de habitar en la palabra, dar espacio, abrir dimensiones y crear mundos y épocas.