Jean Paul Sartre afirma que uno es lo que hace. Si esto fuera cierto tendríamos que aclararnos que significa el hacer, pues el ser humano está en constante actividad, aún cuando “no hace nada”, siempre hacemos algo, pensamos, manipulamos objetos y personas, comportamientos y modos de producción, proyectamos y calculamos marcos de actuación, situaciones y objetos.
También, en determinados momentos damos rienda suelta a la imaginación, y el humano que actua como artista vislumbra en determinadas ocasiones la posibilidad de crear una obra de arte. Igualmente, recordamos y olvidamos momento vividos, etc., y aún muchas veces, cuando en apariencia no hacemos nada por elección, nuestro inconciente, nuestras intuiciones y emociones se van constituyendo y apagando sin que nos demos cuenta.
Así mismo, nuestro cuerpo esta en continua actividad y aún cuando nos dedicamos a no hacer nada, o cuando dorminos, o somos presas de la ensoñación o alucinamos pues sentimos que existimos como vacíos de pensamientos, hacemos algo que muchas veces no entendemos. Empero, además, hay momentos en que todas las coss y personas, actos y situaciones caen como en una niebla que relaja su presencia y todos nos da igual, es el momento del aburrimiento. Finalmente, en esta enumeración que no pretende agotar la cuantia de todos los quehaceres en que nos envolvemos, nos dedicamos a vacar, es decir, pretendemos no hacer nada por elección.
Como podemos percibir de la somera enumeración de poibilidades del hacer del humano que hemos enunciado el “hacer” de que nos habla Sartre se puede enfocar desde dos posibilidades fundamentales. O observamos y asumimos que somos lo que hacermos, y que este hacer termina en transformarse en nuestro ser, es decir, somos aquello que continuamente ejercemos, de tal suerte que ello se transforma en nuestra identidad, en la imagen, en el retrato o etiqueta de nuestro ser. O podemos contabilizar los diferentes actos y comportamientos que vamos cumpliendo en el transcurso de nuestras vidas asumiendo y valorando como nuestro ser ese continuado proceso de cambio continuo, entonces, tendríamos que caer en la cuenta de que interpretamos la expresión de Sartre, “lo que uno hace”, como que lo que hacemos se enmarca en un despliegue incesante en el tiempo. Si se eligiera esa vía hermeneutica tendríamos que descifrarnos como acontecimiento, como evento.
Entonces no seríamos una masa consistente genérica, un sujeto –que es un modo de entender algo que está en continua mutación congelándolo en un concepto macizo, cuadrato y pesado como un dado, que es lo que se deriva del artículo indeterminado que utiliza Sartre en su expresión, “Uno es lo que hace”–, sino individuos particulares indefinibles en sentido genérico.
Cuando nos asumimos y valoramos nuestro ser como evento, como acontecimiento y no como concepto, como algo que es común a muchos, nos entendemos, captamos nuestro sentido como suceso que realmente y constitutivamente no es necesario, que es eventual, y por lo tanto algo frágil, perecedero, tierno, sensible, que tiene que tener siempre muy presente su posible terminación o desaparición, la posible ruptura de su acontecer.
En ese sentido nuestro ser es siempre posibilidad de ser, es apertura, libertad de elegir, pero jamas podemos alcanzar el término de una plenitud. Esta segunda posibilidad de interpretar la frase de Sartre nos conduce a percibirnos como devenir, como un proceso, como un desarrollo, como una continua transformación abierta nunca concluida, así comprendemos que en realidad vamos siendo, nunca alcanzamos el ser.
Si consideramos la urdimbre de nuestra existencia como evento, como acontecimiento, como un desplegarnos en el tiempo, interpretamos, entonces lo que Sartre nombra como lo uno hace, no como que se refiere a la construcción de un contenido sustancial, a la construcción de un sujeto enredado en el tiempo, mas que al final puede imponerse sobre este y da como resultado un ser, una persona, un núcleo central que es el receptor de los diversos predicados que en cada uno de nuestros actos y en nuestro hacer en apariencia se va constituyendo.
Por estos planteamientos iniciales podemos advertir que a pesar del comercio cotidiano que mantenemos con el hacer, no tenemos claro inmediatamente en que significa el hacer, el producir, el efectuar. Por ello deberíamos cuestionarnos seriamente qué significado habria que dar a esa expresión.
Si partimos de una lógica racional sabemos que la realidad articula según el esquema de la causalidad. Afirmamos que todo hacer es efecto de una causa, por lo tanto decir que uno es lo que hace, es simplemente afirmar que a un sujeto, a un yo, se le atribuyen ciertos atributos como producidos, creados, inventados, realizados por él o ella, en determinadas condiciones.
El hacer, entonces, sería cumplir el simple hecho de producir un efecto, consecuencia que derivaria su aparecer desde una acción, reacción, principio u origen que sería la potencia de donde surge el señalado producto o secuela.
En consecuencia, cada uno de nosotros seríamos el resultado de lo que hacemos. Por lo menos esto es lo que me parece que dice Sartre, que cada uno es producto de sus actos y de sus creaciones. Cada uno sería el sujeto que produce este complejo hecho que se condensa en un concepto que expresa la identidad de lo que hace.
Empero, el novelista francés Marcel Proust sostiene –en el primer libro de su monumental obra, En busca del tiempo perdido, titulado, Por el camino de Swann– que nuestra personalidad social es el fruto del pensamiento o de la imaginación del otro. Lo que somos, según Proust, es el producto del imaginario social que elaborar los otros en el proceso de tratarnos y conocernos.
Nuestra identidad no nos la darían nuestros actos sino que seria una construcción social, en que se implicaría una dialéctica entre los que hacemos y lo que los otros entienden que es lo caracteristico de nosotros. Nuestro ser sería, según Proust, fruto de una construcción social en que quedan imbricados los valores, las jerarquias, la educación, la percepción del poder, el sentido que tendría la vida, los fines lícitos de la vida humana en sociedad y los tipos de comportamientos que debemos adoptar en nuestro trato con los otros para poder ser aceptados como ciudadanos y personas éticas y correctas.
Desde esta perspectiva sabemos que lo que hacemos, en realidad se presenta en dos dimensiones, si se me permite la expresión, por un lado estaría lo que uno hace y parece ser según el otro, y por otro lado, deberíamos considerar otra posibilidad de captarnos, que se originaría de lo que uno hace y asume de sí frente a si mismo, que son hechos que en parte permanecen ocultos a los demás.
Así entendemos que en nuestro ser somos entes escindidos, alienados, desdoblados, que contamos con una vida privada, subjetiva, y otra de caracter publico, que a su vez es el fruto histórico de la forma en que se estima el ser de la existencia en una determinada epoca y sociedad historicamente constituida. En este caso concreto, tanto Proust como sartre se mueven en la Época Moderna, donde resaltan, esquemáticamente como figuras centrales de la interpretación de la existencia, los valores de la vida burguesa y los antivalores del proletariado que la sirve.
Además estamos concientes, gracias a los descubrimientos y desarrollos de la filosofia moderna, específicamente aquella que se despliega en los dos últimos dos siglos, que el ser humano nunca se encuentra en un estado de vacío emocional –sin encontrarse en un estado de ánimo–, pues siempre lo domina una actitud que se caracteriza por estar dedicado a curar de sí, o dicho de otra manera, está o se encuentra siempre pre-ocupado por su ser, preo-cupado por elaborar la urdimbre de su ser.
La tarea del humano es fundamentalmente la de velar por sí, debe de cuidar el despliegue de sus diversos modos de ser. En cuanto humanos siempre estamos pre-ocupados por imbricar nuestro ser, sea el subsistir en sociedad, como en el recóndito o privado.
Sin embargo, esta estructura existencial no se manifiesta de una única manera. Tenemos momentos en que nos encontramos con-centrados en las cosas del mundo o en los otros; empero, también hay momentos en que podemos vivir al día, asumiendo como objetivo de nuestro accionar lo que los italianos califican con una expresión feliz como el dulce far niente, esta actitud la resalta el poeta latino Horario, en su Oda titulada, Carpe Diem, que fue tomada de modelo por grande creadores de la época de Renacimiento, entre ellos, por Lorenzo el Magnifico, de Florencia, y por Garcilazo de la Vega en España.
El poema, para mejor intelección de lo que trato de comunicar, lo reproduzco a contituación: No pretendas saber, pues no está permitido, / el fin que a ti y a mi, Leucónoe, / nos tienen asignados los dioses, / ni consultes los números Babilónicos. / Mejor será aceptar lo que venga, / ya sean muchos los inviernos que Júpiter / te conceda, o sea éste el último, / el que ahora hace que el mar Tirreno / rompa contra los opuestos escollos. / Sé prudente, filtra el vino / y adapta al breve espacio de tu vida / una esperanza larga. / Mientras hablamos, huye el tiempo envidioso. / Vive el día de hoy. Captúralo. / No te fíes del incierto mañana.
También podemos vivir arropados por el aburrimiento, que es el estado en que todas las cosas del mundo o los otros pierden todo interés sobre nosotros, y vivimos como en un niebla, en que nada nos seduce, nos hechiza o atrae.
Hay momentos en que somos y nos comportamos como si nuestro objetivo y el tejido de nuestras vidas se sustentara en la convicción de que uno es lo que no-hace.
Cómo cuando dejamos fluir la vida y el tiempo sin proponernos hacer nada. Esta es la visión que adoptan la mayoría de los seres humanos que se dejan llevar por la corriente de los acontecimientos cotidianos que los envuelven y los arrastran sin que ellos puedan alcanzar una dirección para su existir.
Esta forma de entregarse al destino, en su grado supremo, se refleja en las diversas formas en que se presenta el dulce hedonismo, tal como se desvela, por ejemplo, en la Canzona di Bacco, de Lorenzo de’ Medici, llamado el Magnífico, que en su estribillo canta: ¡Cuan bella es la juventud, / y sin embargo se marchita cada día, / quien desee ser alegre, que lo sea, / de mañana no hay certeza!
Cuando nos movemos en semejante seguridad –recuérdese que el término seguridad nace del latín, de la palabra, sine-curia, que significa, ir por los caminos del mundo sin cuidado, despreocupado, confiados [Cfr. Ortega y Gasset, Unas lecciones de metafísica, Alianza, 1970.]–, somos como cayados en el lecho de un río caudaloso, que nunca están en un lugar, siempre se mueven en diversas direcciones, sin que podamos llegar a determinar adonde terminarán y en que posición.
Cuando nos dejamos llevar por los acontecimientos del tiempo sin oponer resistencia la actitud fundamental de la cura, del cuidado, tal como señalaba anteriormente, es lo que define nuestro modo de ser, caemos en un modo privativo de vivir, nos movemos entoces, en la incuria o la dejadez.
Por otro lado, todo actuar y hacer se puede valorar según la intensidad o la duración de la satisfacción que produce en el sujeto.
Satisfación que puede manifestarse mediante un sentimiento de placer físico o psíquico, o según la impresión de un dilatado goce espiritual en el agente.
Creo interesante señalar que para alcanzar el umbral del goce habría que superar los límites del placer puramente sensual. Este último se manifiesta según una escala subjetiva de intensidad, pero el goce solo aparece cuando se pierde en la conciencia del actuante el sentido de la duración temporal.
Sobre el manifestarse de esta emoción anonadante tenemos el testimonio de Goethe, quien pone a decir a Faust como se debería vivir el instante de la pasión más elevada, y este promete a Mefistófeles que el dia que la emoción le haga exclamar : Verweile doch, du bist so schön: "detente instante, eres tan bello", ese día su alma sería suya. En semejante momento el deleite anula la duración, la presencia del tiempo desaparece.
Nietzsche observa en su libro El nacimiento de la tragedia, que esa experiencia de la anulación de la percepción de la duración temporal puede experimentarse en la parte final de la opera de Richard Wagner, Tristan und Isolde, en el episodio de la muerte de los amantes, donde la música revela el fondo abismal de la existencia.
La vivencia del contento, de la dicha, del regocijo o del gusto que ocasiona un filón del placer sensual resalta el crecimiento de la unidad de los nodos sensibles vibrantes de intensidad emocional, lo que da a la sensación la impresión de que está en acto un mayor grado de pasión en lo experimentado, lo que la transformaría en más potente, penetrante, aguda y apasionada la emoción que se manifiesta como placer.
El goce aparece como júbilo del corazón, como el supremo deleite de ser. Se manifestaría como encantamiento, hechizo que causa dicha del espíritu, que ciñe de una manera serena, cálida e inescindible las huellas del vibrante alborozo corporal con las más profundas, coloridas y armónicas emociones que podemos experimentar desde la vertiente ancestrales de la psique.
Esto lo percibimos como acontece en la vivencia de algunas emociones que actuan donando con un sentido de totalidad lo humano, como es el amor en muy diversas revelaciones, la experiencia de una victoria sobre si mismos, significativa por constituirse en el eje de nuestro ser, las múltiples manifestaciones de la creatividad artistica e intelectual o la percepción de los contrastes abismales de lo sublime natural.
Es evidente que en la enumeración estos fenomenos hay que incluir la posibilidad privativa, es decir, la posibilidad de la presencia del no, de la revelación de la nada, del experimentar la rispida oscuridad del dolor, o la desazón y el desconcierto ante la imposibilidad formal o existencial de crear lo anhelado desde la imaginación, o de encontrarnos con una ausencia insuperable, de una pérdida irrecuperable de algo imprescindible para aceptar el ser o el sentimiento de la pérdida de la capacidad de ser, del debilitamiento de nuestro ser.
Si recurrimos a la memoria, tanto personal como a la de la especie, nos damos cuenta de que a lo que se refiere Sartre, como lo constitutivo de aquello que somos, y que en un primer momento parece ser tan enigmático, pero al mismo tiempo se presenta en la vida cotidiana como algo tan banal, manido y evidente, como es el actuar o producir efectos en el mundo, fruto de nuestro ser, si nos esforzamos un poco en reflexionar al analizar los elementos constitutivos del actuar descubrimos que se trata de algo que se encuentra en las raíces de la historia de todos los pueblos.
El hacer de un ser humano nace, se origina, en la percepción de la presencia de una ausencia. Para actuar o hacer debemos asumir que nos falta algo imprescindible para poder existir como sentimos que deberíamos ser.
Antes de actuar o hacer presentimos o percibimos en nuestro ser que de alguna manera vivimos la presencia de un vacío, sentimos la ausencia de algo que necesario, imprescindible para ser autenticamente nosotros.
Descubrimos que somos seres incompletos, inconclusos, abiertos, menesterosos.
Apercibimos que estamos abiertos a lo otro, a lo diferente. Este límite nos manifiesta nuestra constitución específica que nos revela y abre hacia una específica, mas aún genérica posibilidad de ser.
Comprendemos que somos desde una complexión, de un modo de ser, que se barruta y proyecta según un “conjunto de características que determina su aspecto, fuerza y vitalidad.” [DRAE]
¿Qué es esa compulsión que nos obliga a actuar, a hacer? Pura y simplemente, me parece que es lo que llamamos de una manera generica el deseo.