Muchos sonidos tienen fuerza evocadora porque tal vez se suscitaron originariamente en contextos agradables y su repetición tiene la facultad embrujadora de enlazar aquel pasado y el presente correspondiente.

Algunos de esos sonidos de un contexto gastronómico me han perseguido hasta hoy. A veces, al producirse en el presente tal cual los almacené, me transvasan a la gloria de la dulce glotonería casera y como que mi espíritu me agarra por una oreja y me lleva en el aire por un callejón de la infinitud del cielo sembrado de azucenas multicolores, que de repente desemboca en un enorme Caldero con concón tostado al crujiente.

Amo al concón como a mí mismo. Soy un graduado “summa cum laude” de su hechura y de su ingesta. Aprendí los secretos del arte del concón en la casa de mi abuela materna, en la casa en que me crié, en la que constituí familia, en la de la suegra y en la casa de ahora, y de todo aquello almacené en mi memoria cual dulce melodía la faena de extraerlo del fondo y de los laterales redondeados del Caldero, que sobresale de los ruidos de los cacharros y trastos que hablan en la cocina al momento del fregado, como cuando arrojan suavemente una cuchara, o cuando un cuchillo de mesa resbala y cae con un tin tilín inconfundible, o como cuando las cucharas, cuchillos y tenedores, luego de fregados, son lanzados juntos en un gran plato hondo de porcelana y al caer completan un solo concierto de cocina casera en pleno ajetreo doméstico.

En mis recuerdos gastronómicos musicales el turno de los sonidos de la raspadura del concón los supera a todos, y quizás sea porque como que da la sensación del inicio de una batalla triunfal en la que el concón hace de indignado y el cucharón de sojuzgador.

Siempre se inicia su concierto con un de repente… De repente uno oye la ronca voz de un cucharón metálico, que raspa los laterales redondeados y después de una pausa aprendida por repetida, raspa el fondo del Caldero: ”¡rrarra crúm!… ¡rrarucrúm!… ¡crúm! ¡crúm!”. Y es que el buen concón siempre se resiste, se indigna. El cucharón lo castiga, lo castiga… Pero como la experta mamá sabe raspar el concón tostado adherido con justa furia, ella siempre lo vence…“¡rrarra crúm! ¡rarucrúm!..¡crúm! ¡crúm!”.

Y después un silencio sin rumores ni resuellos de sonidos.

Algunos fines de semana prefiero comerme el concón en el patio, sentado en la mecedora de guano, sin camisa, en un plato hondo estacionado en el garaje de mis muslos que lo aprisionan, encima de un pañito de cocina de usos añosos. Me lo como a manos limpias  luego de mezclar con una cuchara mucho concón, poco arroz, habichuelas con su salsa, carne guisada, bien picadita en su salsa… ¡Todo junto! Ah! y donde nadie me vea. De lo contrario como que aquello pierde sabor…

Al estilo de Tubérculo Gourmet, los dedos se unen en una “Ó” mayúscula para hacer bollos que uno va engullendo, se come a regusto y poco a poco se entra en un paraíso estomacal y, en fin, a veces uno se chupa los dedos y pide “más concón”, “más salsa de carne”, “más salsa de habichuelas”… Y hace más y más “Ó” mayúsculas. ¡Hasta jartarse!

…Y eso no lo cambio por una Langosta Thermidor!