"Silencio antes de nacer/ silencio después de morir/vivir anhelante entre dos silencios". Hilma Contreras.
En el devenir de nuestras sociedades el ser humano, no importa el tiempo ni las esferas de desarrollo alcanzadas por la civilización, ha permitido que todos y los otros propicien marginalizar las representaciones de la muerte, al arte fúnebre y del cementerio. El parque fúnebre, en estos días en que todo transcurre con una prisa espantosa, no es visitado por nosotros –los ingenuos mortales aferrados al mito de la eternidad- como un lugar de contemplación ni siquiera como un jardín de sueño.
Morir, a veces, es un tema tabú; no obstante, todo depende de cómo se asuma la presencia de la muerte, su llegada: si como parte de la naturaleza inmanente del ser o un símbolo de misterio.
Pocas veces al ir al campo santo nos convertimos en espectadores del arte sacro que yace allí; tampoco al recorrerlo buscamos inclinar nuestras miradas hacia las estatuas que están en quietud representando la manera sugestiva y sensorial, de cómo los mortales interpretan la llamada partida eterna.
Visitar el cementerio y observar sus tesoros fúnebres, es como contar la escena de una película de corte subliminal en la cual se siente cómo los muertos descansan y cómo los supervivientes o deudos se consuelan con escribirles epígrafes al igual que dedicarles poemas en sus lápidas, frases sentidas o pensamientos muy elocuentes.
En el cementerio una tumba es la huella visible del camino de luz o de la oscuridad trazado en vida por una persona. Una tumba es la estación final, en las estaciones de la vida, desde el nacimiento, que expresa las luces o las sombras de quien se fue por voluntad propia, acaso, por principio del orden divino, o por causa de una catástrofe natural, fratricida o de guerra.
El cementerio es un espacio donde confrontamos la fragilidad de la vida, lo lúgubre de la muerte, sin olvidar la perpetuidad del legado de un ser que vivió en una época y fue parte de una cultura, de una realidad, de un tiempo específico, de un espacio geográfico y de un grupo de hombres y mujeres que tuvieron vínculos afectivos con sus contemporáneos.
Ir al cementerio y visitarlo, es conocerlo. Una visita es para escribir la metáfora inconclusa de un espejo cóncavo que asumimos de manera indiferente por apatía al mismo; una apatía que puede ser legítima o conmovedora.
El cementerio es una forma de conciencia de un tiempo que se manifiesta de forma cronológica-temporal; es un espacio que vemos distante en nuestras vidas, que se olvida, y hacia el cual, generalmente, no nos asomamos con ternura, pero si con aflicción.
Debemos aprender que morir no debe ser asumido como un símbolo del dolor, por el contrario, es un signo de confrontación para aprender a vivir, para reconciliar al silencio y al olvido sin dar las espaldas a ese espacio cuadrado que nos acoge como nuestra última morada.
No olvidemos que la iconografía cristiana fúnebre tiene la virtud de sublimizar y de acoger nuestras tristezas, de vincular a los demás con el estremecimiento del orden cósmico, con la posible idealización de la verdad.
El sepulcro no es un simple espacio de centímetros de ancho y centímetros de largo. Es cierto, el cuerpo yace allí inerte, sin la visión actual y colectiva del mundo, ya que las cavidades de sus ojos no ven lo que no pueden ver. El fallecido permanece en soledad pasmosa solo al lado de una figuración de la muerte que puede ser una cruz o una escultura inanimada que transmite el asombro de la triste soledad, del silencio y del olvido.
Nosotros, los mortales, debemos hacer un alto en nuestra cotidianidad y detenernos un instante a contemplar a la necrópolis del sueño eterno, buscando captar su vida interior, porque todo ser humano que esta allí como despojo merece afecto y que busquemos el sentido de su trascendencia.
Cielo y tierra son los elementos opuestos: muerte y vida son los rivales para los artistas que aman el arte funerario, y que están dispuestos a traer sobre la faz del mundo el sentido de sus sentimientos aprendiendo a vivir amando su manera de ver la vida, o aprendiendo a vivir muriendo, o a morir viviendo.
Ya lo ha dicho nuestro poeta romántico Fabio Fiallo, en estos versos conmovedores:
FOR EVER. Cuando esta frágil copa de mi vida, / que de amarguras rebosó el destino, / en la revuelta bacanal del mundo/ ruede en pedazos, no lloréis, amigos. Haced en un rincón del cementerio, /sin cruz ni mármol, mi postrer asilo; después, oh! mis alegres camaradas, seguid vuestro camino. / Allí, solo, mi amada misteriosa, bajo el sudario inmenso del olvido,/ cuán corta encontraré la noche eterna/ para soñar contigo.