Este es mi último desahogo del año. Puedo acopiar las mejores intenciones para el venidero. No quiero, sin embargo, abaratar mis palabras con deseos ajados. Aspiro a algo deseable y valioso. Con ese propósito, he dejado rodar mis pensamientos sobre nuestra escabrosa rutina. No hay que ser letrado para saber dónde se alojan las carencias: están a la vista, expuestas con arrogancia; son tantas que intimidan. Sin embargo, creo que entre ellas se cuenta una probablemente inadvertida por nuestra inconciencia: el silencio.
Somos una sociedad ruidosa, parlanchina e impulsiva. Nos cuesta callar para pensar, planificar, armar, construir y decidir. El ruido es una marca emotiva de nuestra identidad social. Tenemos que hacer bulla de todo: de lo que pensamos, hacemos, sentimos y tenemos. Llamar la atención es parte del orgullo cultural por aquello de que “el dominicano siempre se la luce”. Ostentamos hasta de lo que carecemos. Nos provoca masticar y rumiar las cosas hasta dejarlas en el bagazo. Lamentar nuestras tragedias es otra expresión del ruido cotidiano. A veces pienso que nos importan más los problemas que las soluciones; al menos nos brindan motivos para quejarnos, experiencia que parece excitar nuestro masoquismo.
El vocerío de los medios de masa es tóxico. ¡Cuánta ignorancia elocuente! Gente sin formación para informar, desinformando. Voces ásperas, insultantes y prosaicas ensucian como oficio el ambiente mental. De los medios electrónicos se suelta cada mañana un alud de pedos que sofoca cualquier esfuerzo aséptico del buen talento, y ni hablar del comercio de la opinión: una retorcida manera para, en nombre de la libertad más cavernaria, mancillar, condenar, inducir, extorsionar y doblar sin reparos. Nadie ha medido el impacto de esa comunicación agresiva y provocadora en la violencia que abate la paz nacional: es viralmente perniciosa y aviva la combustión social.
Mi mejor aspiración es una sociedad callada; no por sumisión, miedo o deserción, sino por convencimiento. Y no hablo de amorrar la denuncia o amordazar la protesta, sino de un silencio reflexivo que nos ayude a pensar inteligente y constructivamente. Que disipe las distracciones baratas de nuestra farandulería política y el sentido del espectáculo del populismo gobernante. El silencio racional para incubar ideas, diseñar políticas y definir rumbos.
Los medios nos entretienen con el día a día; un ruido apaga el otro. Así se desenvuelve nuestra rutina sin más perspectiva que el hoy. Detrás de cada ruido, inducido o contingente, se mueve, en la sombra, alguna trama de poder. Estamos hastiados de que nos analicen los mismos problemas con filtros tan grises. Ganaríamos mucho si enviamos al cautiverio a los “politólogos”, a los enciclopedistas empíricos y a los teóricos profesionales de la opinión “oficial” (cuyo oficio más plausible es exaltar la intrascendencia) pero la tolerancia es parte de la convivencia civilizada.
Estamos hartos de las quejas genéricas y los reclamos abstractos. En este año electoral debe imponerse el silencio para pensar, proponer y negociar planes concretos con los actores políticos. No basta decir, por ejemplo, que queremos una Administración Pública sujeta a un régimen de consecuencias, si esa aspiración no se acompaña de una propuesta como la creación de un fiscal general anticorrupción con autonomía funcional y presupuestaria, por solo citar un caso. Los reclamos por transparencia pública sin contenidos negociables son poesía ciudadana. El poder ciudadano debe elaborar políticas públicas alternas a través de las cuales pueda transar en paridad con los candidatos. Es tiempo de negociar el voto con proyectos, una de las mejores transacciones de la democracia orgánica. Otro ejemplo: todos sabemos el desquiciamiento del gobierno con el endeudamiento público. ¿Quién ha pensado o propuesto mecanismos de control más eficientes para frenar o racionalizar esa práctica? Pedirle que no lo haga es un esfuerzo fallido; atar el voto a un proyecto concreto es otra cosa. Pero para eso se precisa incubar ideas y estrategias de concertación sin la espectacularidad ensordecedora de la campaña electoral.
A partir de enero arranca el carnaval electoral con todo su colorido y fuerza expresiva: sucio ambiental, guerra de encuestas, borracheras, tiroteos, comparsas, olimpíadas de decibeles, vibraciones de chapas, bachatas en la calle, campañas de rumores, fondos públicos desbordados, denuncias de corrupción, mercado de cédulas, entre otras tantas manifestaciones tribales. Pretender que el perro no husmee su orina es quimérico, pero al menos debemos abrir un espacio ciudadano de silencio para hablar seriamente sobre nuestro futuro con los que pretenden dirigirlo. Que no nos distraigan; trabajemos en propuestas, exijamos con las manos llenas. Es primario seguir eligiendo por imágenes publicitarias y discursillos anodinos. El voto es un ejercicio sustantivo y reflexivo, no una decisión festiva. Rescatemos el valor del silencio, pues al final es la voz de la conciencia la que insuflará la soberanía ciudadana.