No suelo reparar en la felicidad ni escatimo en aquello que me la proporciona. Lo que sí trato de hacer es reconocer eso que, justamente, me hace inmensamente feliz y lo atesoro, lo conquisto y repito cada vez que sea necesario. Como una forma de recargar o resetear, así como los aparatos electrónicos.

Tengo la certeza, y la vida misma se encarga de confirmarlo, de que no existe una fórmula mágica ni única para la felicidad. Dinero, no es. Muchísima gente que, como dicen, es tan pobre que sólo tienen dinero. Abundan muchísimos casos de gente con un vacío existencial y una tristeza entre los huesos que el dinero no ha sido capaz de espantar.

Trabajo satisfactorio, tenemos casi todos cuando cae el pago de la nómina y uno le encuentra sentido a madrugar, a bregar con tapones en la mañana y renovar la rutina cada semana. Cada quien le busca constantemente el brillo a su trabajo, quizás como un modo de amortiguar la rutina. Así que, el trabajo aporta, claro que sí, pero la felicidad plena tampoco creo que esté cien por ciento ahí.

¿Los viajes? Usted puede subir mañana a Constanza a repetir el viaje memorable que hizo aquella vez de repente, sin muchos planes, en el que fue inmensamente feliz y seguro ese mismo viaje no sea ni la mitad de bueno ni divertido. Será diferente.

De igual forma también tengo la certeza de que uno va encontrando felicidad de a poco, en muchos sitios, en mucha gente y muchas situaciones. Como un shot de un buen licor, intenso, duro y pasajero. Uno lo sabe y lo asume con gusto. Quizás con el mismo gusto que brinda la certeza de que en cualquier momento repite la dosis.

El mayor desafío es uno reconocer sus fuentes de felicidad. Aquello que nos hace plenamente felices y gestionarlo cada vez que haga falta. Reconocer el mismo hecho de que la felicidad es un estado momentáneo y estar en paz con eso. Es más, que ese es precisamente el gran encanto de la felicidad, que no abunda, que se pone escaso por rachas largas y que se hace la difícil de conquistar. Pero que cuando una la encuentra, que la identifica y hace un aparte con ella, se entrega a tope mientras dura.

Yo he aprendido a encontrar felicidad en todo. En cosas y situaciones tan absurdas que a mí misma a veces me asombran.

Desde la risa de mis hijos; repetir la canción que me gusta; ver a mis hijos dormir; que mis hijos me cuenten sus cosas mientras manejo camino al colegio con ellos; sábanas sin arrugas en cama limpia; jugar con perros en la calle; hablar con desconocidos; que la gente me cuente alguna historia; que el pedazo de piña que compré en la calle salga tan dulce como pan de azúcar; los viajes en carretera con mi familia; hablar con mis amigos; encontrar un mensaje de gente que quiero y que hace mucho no hablamos; despertar tarde y el desayuno de los domingos; el café sin tiempo o un “te quiero mucho” inesperado. Cualquier gesto es capaz de disparar felicidad y pintar una sonrisa cuando uno está abierto a ser feliz con cualquier cosa.

He aprendido a encontrar felicidad hasta en los recuerdos y, consciente de eso, me empeño en vivir los días para ser recordados por algo especial. Que cuando lleguen los años y me toque sentarme, algún recuerdo, alguna nostalgia, me haga plenamente feliz.

No condicione la felicidad al amor, al dinero ni a la sociedad. Uno no puede afanarse hasta la obsesión con ser feliz, pero tampoco acomodarse en la inercia de la rutina, de la vida apagada y el existir por respirar. Uno no puede ser un eterno cumpleaños, pero tampoco vivir velando el muerto todos los días.

Yo prefiero seguir intentándolo a diario, lejos del conformismo y divorciada de la queja. Bajo el refuerzo seguro de mis merenguitos en la mañana, la risa de mis hijos y el amor de gente que siento mía. Que los años me encuentren, como decía el gran Raphy Leavitt, “Siempre alegre