Si yo fuera Carmen Imbert Brugal divulgaría mi biografía por los cuatro costados de este país de exterminadores de la moral, sicarios de honras ajenas.
Si por alguna desconocida razón del universo, mi energía vital se trasladara al corazón de la doctora, no lo pensaría dos veces y optaría de nuevo al cargo de jueza de la Junta Central Electoral. Vindicaría mi derecho pleno a integrar el Pleno.
Lo haría porque ya está bueno de seguir permitiendo juicios políticos tipo combo con todo incluido, sin la necesaria distinción entre las partes y el todo. Juicios sumarios con los que nuestros demócratas naturalizan el método trujillista de dirimir las diferencias. La sempiterna reproducción del gueto y la logia; la exclusión disfrazada de argumento ético; la diatriba convertida en razón de Estado, y el ultraje adquiriendo la condición de categoría analítica de las ciencias sociales y las humanidades.
Si yo fuera Carmen Imbert Brugal, como una Bikina puertoplateña, caminaría altanera, preciosa y orgullosa, esgrimiendo como única arma un Método de investigación basado en evidencias, para retar a los que usaron mensajeros a que me demuestren las actuaciones que en esa difícil coyuntura política comprometieron mi imparcialidad como jueza.
Como el método exige construir indicadores para cada variable-acusación, y como estos tienen que ser medibles y concretos, serviría para separar los hechos de las elucubraciones prejuiciadas. Además, nos podría ayudar a establecer la cuota de miedo, aprehensión y dudas al Gobierno, que se transfirió directamente y sin pasar por GO, a la JCE.
Terminada esa jornada, compendiaría lo escrito por Ernest Mandel desmitificando la supuesta espontaneidad de los movimientos sociales con el argumento de que detrás de ellos está el trabajo de cuadros y operadores políticos que los activan y dotan de sentido colectivo, organización y direccionalidad.
Entonces invitaría a una representación de los jóvenes que se movilizaron en la Plaza de la Bandera para confrontar sus denuncias con lo que ocurrió en realidad. Como los hechos me darían ganancia de causa al evaluar el desempeño de la JCE en las elecciones municipales extraordinarias de marzo y las presidenciales y congresuales de junio, los alentaría a dialogar sobre algunos aspectos de la pasada coyuntura.
Suponiendo que ya están distanciados emocionalmente de su “objeto de estudio-repudio” les preguntaría si la incapacidad de la empresa ProV&V de garantizar el voto electrónico todavía la entienden como un mecanismo fraudulento diseñado por la institución responsable de garantizar unas elecciones libres y democráticas. Porque de ser así, una estrategia tan burda y peligrosa solo pueden hacerla regímenes de fuerza donde la mera convocatoria es en sí misma un fraude. En democracia, aunque sea más formal que real, la eficiencia de un fraude electoral se basa en la sutileza. En ese sentido, el voto electrónico ofrecía mejores oportunidades para tal fin; de ahí la insistencia de Leonel Fernández favoreciendo el conteo manual. De manera que resulta increíble pensar que la JCE boicoteara el dispositivo creado por ella para cometer el fraude.
Posiblemente los jóvenes aducirán que las elecciones de febrero debieron continuar con el voto manual en los lugares donde se había establecido esa modalidad. Aprovecharía para explicarles el significado de una decisión mayoritaria, no consensuada en un organismo colegiado. Por cierto, algo que no entendió del todo el presidente de la JCE cuando ungió a Danilo Medina, y luego, en medio del tranque, se convirtió en el vocero de la institución, rompiendo la tradición de tener un profesional de la comunicación para esos menesteres.
El señor Castaño Guzmán lució tan ofuscado en defender su honra que no consideró el daño causado a la institución con sus frecuentes declaraciones desprovistas de una política de comunicación para la crisis. De hecho, con mucha razón, la oposición se puso en modo alerta y empezó a desconfiar de la imparcialidad del árbitro electoral a partir de algunas de sus opiniones. La pandemia y el despliegue de recursos de todo tipo dispuesto por el Gobierno a su candidato le pusieron la tapa al pomo, y mágicamente la oposición política y cívica, fundió en un mismo propósito el del PLD y la JCE.
Después de la distracción retomaría el diálogo con los jóvenes que se proclamaron guardianes de la democracia. Preguntaría por qué no se manifestaron y repudiaron las declaraciones del presidente del PRM, José Ignacio Paliza, en el sentido de que, si los resultados electorales no coincidían con los de la Gallup, no los acatarían. Es decir, trastocar todo el ordenamiento jurídico para transferirle la responsabilidad de la JCE a una firma encuestadora que decidiría ganadores y perdedores antes de que la población votara. Solo Donald Trump, con la insolencia que lo caracteriza había emitido un juicio similar.
Da la impresión de que no importaba lo que hiciera o dejara de hacer la JCE; lo que estaba en juego eran los resultados; que, si hubiesen sido distintos, muchos de los que hoy reclaman empleo estuvieran muertos. Los pobres son tan imprescindibles para servir de carne de cañón en los enfrentamientos violentos, como molestosos cuando sus dirigentes logran acceder a la administración pública.
A pesar de todo, si yo fuera Carmen Imbert Brugal, entendiera que la cuasi obsesiva demanda de una JCE “independiente” tiene tantas lecturas como grupos de presión la promueven, enmiendan o rechazan; pero la primera de ella es que esta no lo fue, lo cual (aún con los errores por comisión y omisión cometidos) es una falacia. Por eso, pensando en mis probables nietos y biznietos, concursaría para optar como integrante del Pleno de la nueva JCE. Para que al menos mi descendencia tenga constancia que batallé por mi reputación y buen nombre, la única herencia valiosa que les dejaría.
Sin embargo, no soy Carmen Imbert.
Pero en mi condición de librepensador afirmo que este país “tostonea”, es decir, te aplasta, te fríe en el aceite caliente de la difamación, y con toda la sal que le echa a tu decoro, te engulle y tira tus despojos mortales a los carroñeros que desde siempre se dedican al nada envidiable oficio de limpiarle el paisaje al poder. La manera de salvarse es peleando, olvidando el aspecto retardatario del llamado a militar lo “políticamente correcto” y no dejarte pisotear por ninguna autoridad asentada en la discordia y la maledicencia.
En una sociedad como la nuestra, que necesita urgentemente ampliar los niveles de convivencia democrática, autocensurarse es pervertirse. Tal vez por eso, cuando amigos me advierten que últimamente estoy nadando contra la corriente, solo les pido que si me ahogo me busquen río arriba.